El primer bostezo sale de su boca a las ocho y quince de la noche. Desliza su mano derecha entre botón y botón, y la coloca debajo de la camisa azul que la empresa de seguridad le ha dado. Mantiene la mirada fija en las tres pantallas en frente de él. Todas repletas de pequeños recuadros que reproducen las imágenes de las cámaras de seguridad. Hace dos horas empezó su turno, y no ha tomado asiento en la hora que llevamos hablando. No debe ser una molestia, pues sabe que en las siguientes 10 horas estará sentado la mayoría del tiempo.
Toma un control con muchos botones de colores, que se pierde en su mano. Sale y prende las luces del exterior del edificio. Los faroles del parqueadero exterior se encienden. Son precauciones que se deben tomar para evitar que un hombre baje de un carro, tome un gato hidráulico y en tres minutos se lleve las dos llantas de la izquierda, como ya ha pasado. Florentino señala con el dedo índice la cámara de seguridad que graba segundo a segundo el parqueadero desde la entrada de la portería. Relata cómo una noche llegó una camioneta Uber, se parqueó en el último espacio y su dueño entró en el conjunto. La alarma de otro carro empezó a chillar y chillar. Las luces titilaban y era muy extraño, pues Florentino no entendía por qué se había activado. Levantó el teléfono y llamó a la portería vehicular. “Jose, salga y mire qué le pasa a ese carro”. De inmediato, Jose abrió la puerta del parqueadero y corrió hacia la derecha para acercarse a aquel auto. Al momento en que él llegó, vio pasar del otro lado a un hombre que corría rápidamente hacia un carro que estaba parqueado desde hace unos minutos en la calle de en frente. Extrañado, Jose caminó hasta la camioneta Uber y la observó de lado a lado. Las dos ruedas del lado izquierdo colgaban del rin a punto de caer. “Las cosas de Dios”, sentenció Floro.
El segundo bostezo aparece a los diez minutos. Retira la gorra azul oscura de “Seguridad privada” y se rasca la cabeza. Se levanta y me ofrece un café. Los mejores amigos de Florentino son el tinto y la radio. Llegada la medianoche saca del baño una estufa portátil, la conecta en el salón de espera y coloca encima una olla repleta de agua. A la media hora llena un termo con agua caliente. Y me vuelve a ofrecer café. Saca de un tarro de vidrio dos cucharadas de café instantáneo y lo mezcla con el agua en su vaso. Ya no le agrega azúcar, pues la diabetes le ha quitado ese pequeño placer de la vida.
Foto: Paula Hernández
Lleva el pocillo rojo hasta su boca, bebe un poco y, complacido, lo descarga sobre la mesa. Se ríe del comentario que acabo de hacer sobre los chismes que deben circular entre celadores acerca de los residentes. “Uno sabe vainas… aunque no quisiera. Pero le toca”, dice. Bebe otro poco de café y retoma la historia de “los del 612”.
Sonó el golpe del vidrio contra el suelo. Los del sexto piso acababan de lanzar una botella de Whisky por la venta de la sala, que da hacia dentro del edificio. Floro se asomó por la ventanilla de la portería para ver qué había pasado. El citófono empezó a sonar, eran las llamadas de incertidumbre y de queja de los vecinos que llevan escuchando desde hacía diez minutos los gritos de la pareja. No era la primera vez, otro par de noches ya habían lanzado un televisor por las escaleras y materas por las ventanas. Los escándalos eran semanales, formaban parrandas y fiestas de locos. “Hacían orgías con homosexuales”, dice Floro con la mirada perdida y la expresión de incredulidad. Otra noche, un hombre bajó y empezó a coquetearle a Florentino, proponiéndole hacer cosas inconcebibles para este hombre de 58 años. Fueron varias noches en las que la policía tuvo que ir a calmar el ambiente bélico que se desataba en ese apartamento, los cuales, muchos de ellos, se realizaban en presencia de su hijo. “El día que dijeron que se mudaban, todos descansamos”, dice aliviado.
A las nueve en punto se escucha la voz de un hombre en un pequeño celular de estilo BlackBerry. Lo que dice es casi incomprensible. Floro lo toma, oprime el botón del centro y repite números y letras. Se estaba reportando. Lo hace por rutina, pero confiesa que le molesta estar haciéndolo cada hora, aunque cree que es mejor que tener que hacerlo cada media hora o quince minutos, como sucede en otras empresas. “Hay gente que no dura. Se quedan una noche y que ‘este trabajo tan cansón, tan pesado’. Eso que no les tocó trabajar cuando la puerta del parqueadero se abría manualmente”, afirma al recordar el cuarto de tres por seis que fue su segunda casa por cuatro años. Mira a su alrededor. La portería es amplia, tiene silla y hasta un baño, y asegura que este es un muy buen lugar para trabajar. Recuerda cuando fue vigilante en el barrio 7 de Agosto. Se pasaba la noche dentro de una caseta de dos por dos. Hacía frío, el viento atravesaba las latas y, como era inexperto, no llevaba doble camiseta ni doble pantalón, como lo hace ahora. Sin nada que hacer, se quedaba dormido y lo despertaba el golpeteo en la ventana de los habitantes de calle que pasaban y le gritaban “¿qué pasó celadorcito?, ¿se está quedando dormido?”. Cuando quería ir al baño, lo hacía en tiempo récord. Bajaba hasta la 30 y se metía en el caño, luego regresaba corriendo nuevamente a la caseta.
Después del quinto bostezo, Florentino busca su maleta y saca de ella dos refractarias. Me dice que lo espere, que bajará a la portería vehicular a calentar su comida en el microondas. Regresa, se sienta y se dedica completamente a comer. Demora casi una hora para acabar con su ensalada y el seco. A las once en punto prende la radio y sintoniza RCN para escuchar el programa Nocturna. La franja que “no nos deja quedar dormidos”, como aseguran los oyentes, muchos de ellos vigilantes de turno nocturno como Florentino.
Foto: Paula Hernández
A esa hora, hace siete meses, exactamente, Floro llamaba a una ambulancia, porque un joven de 17 años se desangraba en el primer piso de la torre dos. Los gritos de un hombre desesperado despertaron a toda la torre un sábado de enero: “¡Ayuden a mi hermano!”. A las nueve de la noche de ese mismo día, los hermanos del apartamento 508 llegaban borrachos a la portería. “Llevaban tomando desde el viernes”, cuenta el vigilante concentrado en los recuerdos. Le ofrecieron una copa de licor a Florentino, pero él la rechazó porque estaba trabajando. A las diez y media llegaba un domicilio para ese apartamento. Era más trago. Levantó el citófono y avisó de la llegada del domiciliario y del precio total de los productos. “Me dijeron, ‘Ya bajamos’. Pero en un buen rato nadie bajó”.
Al ver al domiciliario impaciente, Florentino volvió a llamar al apartamento. Pidió que bajaran. En menos de cinco minutos uno de los muchachos entró a la portería, pagó y recibió la bolsa. “¿No ha visto a mi hermano?”, le preguntó “jincho” a Floro. Este contestó negativamente. El hombre regresó a la torre y de entrada vio a su hermano acostado en el suelo, al lado del ascensor. Creyendo que estaba dormido, lo sacudió repetidas veces pronunciando su nombre. Al ver que no respondía, colocó las manos debajo de su espalda para levantarlo. Sintió entre sus manos la viscosa sangre. Desesperado, gritó pidiendo ayuda. Rompió los vidrios de la puerta de la torre a patadas. “Los vecinos trataron de ayudarlo, pero él no dejaba que se acercaran a su hermano”, menciona Floro.
Cuando llegó la policía, sacaron al joven del conjunto. Un carro que iba entrando al edificio fue detenido por las autoridades para que hiciera el favor de llevar al herido hasta el hospital más cercano. La ambulancia no apareció en todo ese tiempo de angustia, incertidumbre y desconcierto. “Fue una noche muy larga”, recuerda Floro, “estuvimos hasta la seis de la mañana con la policía, el CTI y la Dijin”.
La medianoche se hizo evidente con el sexto bostezo y el cambio de clima dentro de la portería. Floro cerró la ventanilla y sacó del baño la chaqueta impermeable de su uniforme. Todas las puertas estaban cerradas, pues desde las once y cuarenta nadie más llegó, ni nadie más salió. Por la cámara de seguridad número 16, observamos cómo Jose se coloca guantes, gorro y chaqueta. Aparece a los pocos minutos en la puerta de la portería, lleva en sus manos dos radioteléfonos y una linterna. Cuando entra, le entrega a Florentino uno de los walkie talkie y le pide las llaves de las puertas de la cancha de squash, ubicada en el sótano del parque del conjunto. Así empezaba la ronda nocturna. Duró menos de 10 minutos, y todo el recorrido lo siguió Floro por las cámaras de seguridad.
Florentino toma asiento y me cuenta lo importante que es hacer recorridos. Hace algunos años, cuando el barrio no era ni la mitad de la urbe que es ahora, el vigilante del segundo edificio, calle arriba, disparó contra un ladrón que con una cuerda intentó escalar uno de los muros de ladrillo para meterse al edificio. Alguien que iba pasando, le avisó al vigilante. Este salió con el arma de provisión que dan algunas empresas a sus empleados por solicitud del consejo del conjunto residencial. Al verlo escalar, el vigilante haló la cuerda y el muchacho cayó golpeándose contra el suelo, pero “por nervios”, como lo excusa Florentino, y por temor a que se le escapara, lo mató. Doce años de cárcel para aquel vigilante. “Yo lo volví a ver cuando lo traían para reconocimiento del lugar. Tenía más carne una pulga que él”, describe Florentino con pesar, como rogando que a él nunca le pase algo igual.
El décimo bostezo no solo sale de la boca de Floro, sino también de la mía. Es la una y media de la mañana. Mis ojos se empiezan a cerrar. Miro repetidamente el reloj, recordando que aún faltan cuatro horas y media para terminar el turno. Florentino se burla de mí y me dice que si quiero, tome una siesta de una hora en el sofá de la sala de espera. Es una propuesta imposible de rechazar.
Cuando mi alarma suena a las dos y media, hace más frío que cuando me quedé dormida. Me levanto y camino hasta la recepción. Con las luces apagadas, la radio encendida y las manos dentro de los bolsillos de la chaqueta, Floro cabeceaba ya con los ojos cerrados. Toco su hombro y lo llamo. Se despierta sobresaltado y preguntando “¿qué?, ¿qué?”. Era momento de otro café. “Eso es lo pesado de la vigilancia, el trasnocho”, señala mientras se coloca de pie.
Las manecillas del reloj siguen girando y girando. Un especial de Juan Gabriel suena en la emisora. Floro canta No tengo dinero y come una mogolla. Estar comiendo es, tal vez, otra forma de mantenerse despierto. Pasadas las tres, se levanta y sale a caminar por el conjunto para estirar las piernas. Cuando regresa, busca entre su maleta el cepillo de dientes. Entra al baño, se lava la boca y moja sus manos para luego echarse agua en la cara. Al sentarse, mira de nuevo las cámaras y de la nada comenta que “a veces quisiera vivir acá. Podría dormir dos horas más… Pero está difícil conseguir 350 millones de pesos”, se ríe burlándose de su sueño imposible.
Foto: Paula Hernández
Puntuales, a las cuatro de la mañana, sale del pequeño celular la voz del supervisor. Números y letras. Florentino se reporta por undécima vez en su turno. Veinte minutos después, aparece por la puerta de las torres el primer residente que sale. Inicia nuevamente el día, si es que para Floro en algún momento acabó el anterior. Aún sentados, él en su silla y yo en la mía, el ambiente se pone nostálgico. El vigilante mira hacia el frente e inesperadamente me dice lo que ya he evidenciado en las última once horas. Ser vigilante no es fácil. “La responsabilidad es dura. Responder por la vida y los bienes materiales de quienes viven en estos 86 apartamentos…”. Se quita la gorra y rasca su cabeza.
Me atrevo a preguntarle si cree que ser vigilante es una vocación. Él asiente con la cabeza. Se requiere la vocación para adecuarse al cansancio y sobrevivir a 12 horas seguidas de trabajo. La vocación para tener en guardia los cinco sentidos en las cámaras, la calle, el citófono y los residentes. La vocación para trasnochar y evitar, por todos los medios, quedarse dormido. Es justo la vocación que lo motiva a volver doce horas después al mismo lugar, en el que en un minuto cualquier cosa puede pasar.