“Me permite su cédula”, le dice un policía a Juan Camilo Tirado en el centro de la Plaza de Los Mártires, en Bogotá. Después de revisar sus antecedentes judiciales en la base de datos de la Procuraduría, el agente procede a requisarlo en compañía de otros dos uniformados. Con las piernas abiertas y los brazos extendidos, le palpan todo el cuerpo con unos guantes blancos de cirugía. Juan Camilo les asegura que acaba de salir del Hospital San José, en donde supuestamente estuvo durante esta tarde de marzo visitando a un primo enfermo.
—¿Cuál primo?, ¿el jíbaro?, saque todo lo que tiene ahí — le ordena el policía con la frente fruncida, luego de apretarle bruscamente la entrepierna. Evidentemente no le cree, pues piensa que el sector conocido como ‘El Bronx’, localizado al extremo suroccidental de la plazoleta e identificado como la zona de expendio de drogas más grande de la ciudad, tiene algo que ver con sus calzoncillos abultados.
—No tengo nada— afirma el interrogado, y, con sus ojos puestos sobre los de los miembros de la fuerza pública, solicita la devolución de su documento.
—¿Nos creyó ‘güevones’?, ¡sáquelo todo!—le dice el policía más joven, un hombre que no tiene más de 25 años y que por la insignia ‘St’ de su uniforme, se asume que tiene el rango de subteniente.
En la entrada de ‘El Bronx’ o ‘La Ele’, como también es conocido, un Comando de Atención Inmediata (CAI) móvil, comienza una travesía por el sur de la ciudad con tres invitados en su interior: Juan Camilo, un barrista de Millonarios llamado Hugo, y un costeño que dice llamarse Faryd. Juan y Faryd fueron capturados por cargar marihuana, cada uno escondía cerca de cinco gramos; Hugo, por su parte, fue retenido porque no quiso dejarse requisar, pues sabía que entregando o no la droga, iba a terminar en una Unidad Permanente de Justicia, UPJ, un centro de reclusión temporal para los ciudadanos que infringen las normas de convivencia contempladas en los códigos de la Policía.
Luego de una hora de 'tour' por la ciudad, los tres son llevados a un camión que, si no fuera de la Policía, podría transportar vacas o pollos. Hasta que el vehículo no se llena completamente, este no se dirige a la UPJ de la localidad de Puente Aranda, en la carrera 32 con calle 14. “Hoy es viernes y los ‘tombos’ tienen hambre”, comenta uno de los indigentes presentes, quien hace parte de una población que representa el 85 por ciento de los pasajeros y, que según los funcionarios del centro de detención, 250 entradas diarias a la Unidad.
El camión lleva atascado dos horas en una fila de vehículos atiborrados de presos efímeros. Los viajantes aprovechan la distracción de las autoridades para fumarse porros de bazuco y de marihuana, y buscar la mejor forma de esconder la droga que no fue decomisada. La situación beneficia a las señoras que al frente de la UPJ venden empanadas y tinto, y a los cautivos que, con no menos de cien mil pesos le compran su libertad al policía de turno, un acuerdo que normalmente “se hace con el conductor del camión”, explica Hugo. Faryd y otro sujeto que intentaba concretar dicha transacción con un Ipod que había robado en la mañana no hicieron parte del grupo que ingresó al complejo, en cambio, se fueron para sus casas en completa tranquilidad.
Mientras están sentados en unas sillas de plástico, los detenidos son llamados de a uno para firmar unas actas en el CAI, entregar celulares, cordones y correas, y dirigirse a un calabozo en donde esperan que la tropa esté completa para desnudarse, y hacer una cuclilla que le permita al oficial presente asegurarse de que no cargan droga ni en la ropa ni en el ano. Son más de las 9 p.m. y el frío bogotano se acumula bajo las heladas paredes del lugar.
Camino hacia la celda en la que pasarán las próximas 10 horas, los nuevos inquilinos se encuentran con otra mazmorra repleta de gente. Algunos les piden un cigarrillo con desespero o algo de candela; un fósforo puede hacer la diferencia entre pasar un buen o un mal rato.
En una celda vacía del fondo, que no tiene más de cinco por cinco metros de área, los retenidos se acomodan como pueden. Juan Camilo y Hugo se sientan en el centro de una de las tres bancas metálicas que ‘decoran’ el lugar. En el único extremo del calabozo sin banco hay una imponente reja oxidada que es abierta cada vez que llega un nuevo convidado.
La cámara conserva un olor intenso a humedad, ya casi no hay espacio en la pared para escribir, y montones de basura que se deduce no han sido recogidos en meses se aglutinan por doquier. La gente se sienta a pensar; los más despreocupados, quienes pasan buena parte de sus días allí, duermen entre la chatarra, y los que llegaron en grupo se toman las esquinas.
Los más avivados pasaron ‘encaletados’ cigarrillos, encendedores y entre otras drogas, cannabis y perico. A pesar de que no pocos pagarían bien por ellas, la mayoría prefiere consumirlas. Algunos ceden parte del botín para ganarse la protección de algún vecino o para que la Policía no solo los reprenda a ellos por si son descubiertos, pues, si bien los guardias pocas veces se asoman, cuando lo hacen llevan consigo armas de electrochoque y “la cosa no se pone linda”, afirma uno de los reclusos.
Las conversaciones giran en torno a la clandestinidad, el contrabando y la ilegalidad en las calles. También hablan de cuántas veces han sido atrapados y de qué harán cuando salgan. Otros se sienten aliviados de estar en el primer piso de la Unidad, ya que en los demás están aquellos que comienzan algún proceso judicial.
Este es el primer ‘upejotazo’ de Juan Camilo, y Hugo, quien lleva más de los que puede recordar, comenta que a las 7 a.m. saldrá, recogerá su celular en una fila tediosamente larga, e intentará ir al encuentro de alguna prisionera, pues algunas de ellas son prostitutas y aprovechan la hora de salida para trabajar. Mientras Hugo habla, en el centro de la Plaza de los Mártires hay otro policía con el ceño fruncido preparándose para repetir una vez más: “Me permite su cédula”.