El timón del chocolate

Martes, 06 Diciembre 2016 19:43
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Esta es la historia detrás de uno de los elementos más tradicionales de la cocina colombiana: el molinillo.

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De un lado a otro, creando burbujas y dando sabores, el molinillo es un utensilio de lo más latino. En la cocina colombiana no falta, ni siquiera faltó en la de Dioselina Tibaná, cuando Jaime Garzón hacía uno que otro plato político.

Si son cuatro personas son cuatro pastas de chocolate, u ocho cucharadas para el que le guste ver cómo el polvo se disuelve en esa olleta de aluminio o de barro. Esa olleta con semejantes curvas, como las del cuerpo de una negra en La Habana, una “oreja” -como decía la abuela- bien ancha para tener de dónde agarrar y evitarse ‘el señor quemón’ y una especie de boquilla que deja servir ese líquido espumoso, burbujeante. Manjar para el humilde, el pudiente, el caballero y el viejo verde…

Como compañero inseparable del recipiente actual de la bebida, el molinillo ha pasado años, décadas y siglos haciendo la misma función… Batir. Más joven que la invención de la rueda, pero muy viejo en comparación a la fabricación de La Pinta, La Niña y La Santa María. El molinillo mezcla esa semilla de cacao convertida en rectangulares pastas cafeínas, que con morderlas no hace gracia. ¡Mejor disueltas!

En un fogón se coloca la olleta con agua, preferible en leche- dicen muchos-. Lo importante es que la que sea llegue casi al tope del brillante recipiente, por eso de que mientras esperamos a hervir el agua, se nos va evaporando y terminamos por perder los litros necesarios para disolver las pastillas. La verdad lo menos que se quiere es obtener un mal chocolate, que se exceda en dulce, no esté disuelto o este aguado, porque “un chocolate mal hervido es peor que suegra envenenada”, reprocha el señor Martínez, único dueño del salón de onces Las Delicias. Un lugarcito en un típico pueblo de Cundinamarca, al que parece no pasarle los años: Bojacá.

No recuerdo que mi madre o alguien más lo usara para algo diferente que no fuera revolver el líquido espumoso. Pero eso es solo en Colombia, porque en México, el Atole, una bebida de maíz y leche, o el Champurrado, una combinación de este último con chocolate, no puede prescindir de la revoltosa función que cumple el utensilio al compactar tales ingredientes.

Su origen es algo controvertido, pero no le gana a “¿quién fue primero, el huevo o la gallina?”, ¿de quién fue la idea, del colono o del indígena? Se dice que es de origen Prehispánico, más específico de los pueblos indígenas como el Maya. Otros dicen que fue una idea de los colonizadores para ayudar a preparar el chocolate a los Aztecas. Rarísimo de pensar. Imagínese al verdugo y a la víctima compartiendo la elaboración del chocolate, sentados con la vasija, batiendo con un palo -algo muy rústico- adherido a una bola… No.

Eso de sentar víctimas con victimarios dejémoslo para el Proceso de Paz en Colombia. Que un “españolete” del siglo XVI se siente a comer con el cacique del pueblo que vino a saquear, no tiene cabida en la existencia. De acuerdo a la común historia de colegio y los libros, con el ego del español que despotricaba de compartir con el indígena, qué iba a comer con su esclavo.

Así que como dice don Juan Cáceres, un vendedor de utensilios de cocina en la plaza de mercado: el molinillo nació de los indígenas, viene de generación en generación. Prácticamente que es vitalicio.

Y sí señor que es vitalicio. La herramienta ha pasado de mano en mano por las familias. Es una constante de la cocina, tanto como el E=mc2 en la física.

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Cuando el agua se encuentre en fiesta, es decir, cuando de la olleta salga un humero, las burbujas se asomen y se escuche un “glu glu glu”, se agregan las cuatro pastillas para que cada persona tenga su buen pocillo de xocolalt como le decían los Aztecas. “Dependiendo del número de tazas es el número de pastillas, para que quede espeso. Así me enseñó mi madre y así se sirve aquí”, dice el señor Martínez con un ceño estricto.

Se recomienda no ser impaciente, espere el segundo hervor, que allí, va entrar la verdadera acción. En ese instante se aleja la olleta del fogón, lo que sigue se deja en manos del mezclador.

Con un mango largo, similar al de la escoba, solo que disminuido a 20 cm o un poquito más y una esfera en madera con seis cavidades intercaladas, para que de un lado se reciba y del otro choque la mezcla, el molinillo entra al festín que se ha armado. El agua está medio café por lo poco que se han desatado las pastas. Con las manos juntas, así como cuando se las frota una con otra para combatir el frio, el molinillo se mueve. Este le baila de derecha a izquierda o viceversa dentro de la olleta. Lo malo es que el pobre no puede dar giros completos como los de la salsa en Cali o la bachata en Puerto Rico. Quizá sí, pero se perdería la táctica de hacer espuma y diluir bien el chocolate.

Tras batir y hacer que el cacao se integre por completo en el agua, la olleta regresa al brasero y se saca el molinillo para así esperar al tercer borbollón.

Del árbol de Chamaluco se saca la madera para hacer el utensilio en México. Aquí, el de Totumo es perfecto. “Las cortezas son bien firmes, se deja trabajar bien, usted con las ramas de ese árbol puede hacer vasijas, puñado para el huevo, tenedores, hasta merras”, dice Jorge levantando sus manos.

La industrialización de utensilios de cocina es muy variada en Colombia, pues así como hay empresas que le surten a grandes cadenas, hay otros trabajadores que laboran independiente y de manera artesanal. Como el proveedor de Jorge, a quien conoció hace 40 años cuando fue a Santander y vió por primera vez a Sigilfredo trabajando con los medianos troncos de madera, dándoles forma de cucharones. “A mí Sigilfredo me manda los utensilios en la madera que yo quiera o la gente me pida”.

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Si usted ve surgir casi que en la boquilla de la olla la bebida dulce, de inmediato, en una milésima de segundo, retírela de la estufa. Evítese el proceso engorroso de restregar y tratar de quitar con el alumbre la pega en la hornilla por dejar derramar el chocolate. De ser así le esperan horas con el jabón y la estopa.

Si la retiró a tiempo, lleve adentro de la olleta el molinillo y de nuevo muévalo como se mencionó anteriormente. Ya va siendo hora de ver en aumento la formación de espuma. Cuando suceda, aleje el aparejo y retorne la olleta al fuego, eso sí a uno lento, pues ya casi va a estar.

El sabor de la bebida caliente e inclusive su textura dependen mucho de quien lo cocine, de quien bata el molinillo. Pero esto no es problema para una de las pastelerías más veteranas del centro de Bogotá. Allí la espuma y el sabor no van a cargo de este miembro de la cocina. Aquí el chocolate es exclusivo de una pomposa máquina americana de 75 años, la edad de La Florida.

Catalina, mesera del cachaco lugar, dice que no tiene ni idea de cómo esa máquina ha aguantado tanto, que sí ha tenido sus reparaciones pero que son 75 años de los que ella apenas ha estado tres y nunca se han visto en apuros por algún daño. “Lo que me dicen y he visto aquí, nunca han utilizado un molinillo”. Ni se diga, el molinillo no hace tanta maravilla, no por nada el chocolate de La Florida es de los mejores en Bogotá.

En las casas el molinillo si no falta y en Las Delicias mucho menos. “El chocolate junto con el molinillo viene de antepasados. Tengo 80 años y jamás he tenido la intención de cambiarlo por una máquina, para eso somos seis empleados y seis molinillos”, recalca Miguel Martínez, como absorto por nombrarle el cambio de la herramienta por el pomposo aparato de La Florida para su negocio.

Al igual que el salón de onces de Miguel, el restaurante más antiguo en el corazón de la capital no desecha el uso de la herramienta. Para Andrés, el cocinero de turno de La Puerta Falsa, ésta le transmite un tramo de sensaciones mientras bate la bebida “No me imagino preparando el chocolate sin eso. El sabor y la espuma dependen del amor que uno le ponga y el molinillo hace parte de eso, como que inspira”.

Ya es hora, hora de retirar la olleta del fogón y alistar los cuatro pocillos. La bebida caliente se vierte hasta la mitad de los vasos, luego como quien no quiere abandonar una celebración pero le toca porque ya salió el sol, el molinillo regresa por última vez a batir la pieza gastronómica. La otra mitad se vierte hasta dejarlos al tope, pero ¡ojo! sin que su futuro bigote de agua y chocolate escape por los lados. La fiesta dentro de la olla se acabó, y el molinillo, después de un baño con Ajax y estopa, al cajón de los cucharones va a dar.