– Póngale cuidado, yo cargo bultos de tres, cuatro o cinco arrobas, y usté no puede alzar eso... y tampoco la voy a dejar .
Le respondo al hombre de las manos hinchadas, negras de tanta tierra, la piel cuarteada y los dedos un poco deformados como si la artritis ya se la hubiera sentenciado que simplemente deseo acompañarlo todo un día en su trabajo como cotero. Él asiente y hace un gesto como de jactancia con la mano en la barbilla. Me dice que está bien, pero que me espera antes de que amanezca en su casa porque los lunes toca estar a las cinco am en la plaza de mercado para descargar.
Son las cuatro del lunes. Aún no hay rastro del sol y el frio es insoportable, me sale vapor de la boca cuando hablo y no siento los dedos de mis manos. Por las ventanas- del estilo de las casas cafeteras- escurren las pequeñas gotas del aguacero. La mujer del cotero me advierte que el hombre ya va salir, que me siente un momentico. La cocina es estrecha y la estufa de hornilla. Ella muy tímida me sirve un agua de panela, pues el tinto es solo para Alirio Guevara, quién a sus 65 años no permite que nadie le llame “don”. Estamos en Mancilla, una vereda a 15 kilómetros de Facatativá, la más grande del municipio, y también la más pobre. Alirio y su esposa siempre han vivido allí con sus cinco hijos, por ahora con sus tres nietos.
– ¿Niña a usté le incomoda irse en camión? –- Me pregunta
– No, no señor.
– Ah bueno, porque si fuera así hubiera tocado ir hasta la carretera a esperar un jurgo e’ tiempo la buseta y en esas llegamos tarde a la plaza. Voy por el Pascual entonces, que también va pa’ allá – Se va y me deja sentada en una butaquita astillada fuera de la casa, de esas que van de lado a lado, angostas. Siempre la ubican contra la pared como para darle un aspecto medio tranquilo.
A pesar del clima, Alirio solo lleva puesto un pantalón de dril, una camisa manga corta desgastada de color beige y un trapo azul que parece que antes había sido parte de un uniforme de utilería. En un morral, también algo viejo, lleva una cobija, 10.000 pesos y un termo con tinto. Me dice que no volverá a su casa hasta el martes al mediodía, que se queda a dormir en la plaza porque los lunes y la madrugada del martes son solo para cargar y descargar mercancía con el fin de dejar todo listo para la venta.
La plaza de mercado de Facatativá tiene 90 años y lleva sesenta donde está ahora (en el centro de la ciudad). Anteriormente, cuando la gente vestía de ruana, sombrero y cotizas los puestos estaban en el parque principal del municipio. La primera vez que Alirio trabajó en la plaza lo hizo como conductor de camión, traía los alimentos y mandaba coteros a que bajaran los costales de legumbres y tubérculos. Cuando cumplió 56 le dejó el carro a su hijo mayor para que trabajara, y él, que nunca tuvo otro oficio distinto al de laborar en el campo y con alimentos, pasó a echarse bultos de papa y cualquier mercancía al hombro.
El cotero es provisional, solo los días de plaza son solicitados. El precio máximo de una carga es de mil pesos. Los lunes, Alirio reúne 15 mil trabajando todo el día, los martes que solo carga bultos por tres horas se hace 50 mil. Le digo que no es mucho pero me hace un gesto como si me dijera “y qué le vamos a hacer, si toca sacar pa´ comer de algún lado”. No le gusta que sus hijos lo mantengan, lo enfurece, pero que no falta una que otra cosa que le den por ahí cuando la plata no le alcanza en la semana.
Llegamos a la plaza y los frenos de los camiones hacen ritmo con el relinche de las zorras. Hay heces por el lugar y sobras de comida amontonados en una esquina cerca de la entrada de descargue. El olor es inefable. Son las 5:30 am y Alirio ya tiene su primer quehacer del día con unos racimos de plátano verde, él y otros dos muchachos llevan el producto hasta la sección de mayoristas. El hombre ya sabe a quién le trabaja de forma fija, al igual que los precios estipulados (la cargada del racimo la cobra a 600 pesos).
Los demás coteros son muchachos, que según don Pascual, el vendedor de calabazas y compinche del viejo “son gamines, no respetan ni creen en nadie. Alirio es el abuelo en esto”. En ese instante un carretón estaciona y Alirio sale de una de las bodegas con costal de papa a bordo. Lo lanza dentro de este, pero queda inconforme con la posición que adopta el bulto por la sacudida, así que se devuelve y los mueve de forma tal que le dé espacio para los demás costales.
Apenas está la mercancía en los puestos, las monedas y billetes de mil caen en sus manos, se seca con el trapo azul (ya manchado por la tierra) las gotas de sudor que nacen en su frente arrugada, aunque una se le escapa por su nariz chata hasta el labio superior. La cara de Alirio es ancha, la boca pequeña y el bigote espeso. Sus mejillas son duras y están manchadas por las insoladas, no es bajo, más bien robusto. El borde inferior del parpado derecho está caído y sin pestañas. Así quedó luego de someterse a una operación para eliminar un absceso “Nunca supe por qué me salió esa maricada, yo supongo que fue el rasque y rasque del ojo con las manos sucias”.
Es medio día, esperamos a que lleguen los dos camiones que surte Alirio a esa hora con bultos de alverja verde y papa criolla. De ahí hasta las cinco de la tarde que vuelven otros furgones con mazorca no tiene más trabajo. En esas tres horas (porque termina de cargar la criolla y las alverjas a las dos, pues lo hace él solo) lo acompaño a revisar las sobras de la comida que recoge para llevarle a “pulga”, una perrita criolla que se encontró un lunes escarbando la basura en las cocinas de la plaza. Según él, era tan tierna que se la cargó como a sus costales y se dio mañas para guardarla en una bodega hasta las 11 de la mañana del martes, cuando ya se iba a ir a su casa, por temor a que se le fuera o se la llevaran.
Nos brinda un tinto de su termo a Pascual y a mí, mientras hablan de la dormida de esta noche.
– ¿Va dormir conmigo en la cabina o en el montacargas de Filomeno? – le dice Pascual a Alirio con tono de chanza.
Todos los lunes los coteros que no viven en Faca se quedan a dormir en los camiones. El que está de suerte duerme en las cabinas donde no entra casi el frío y los que no, se las arreglan intentando hacer un arremedo de cama barriendo la tierra, colocando costales y una cobija en los montacargas para tener donde dormir hasta las tres am del martes, que descargan nuevamente.
Lleva 16 años siendo cotero y todos los lunes y martes es la misma rutina, desde su tinto mañanero hasta el de la tarde como almuerzo. Entrada la noche, si no come pollo asado es gallina o consomé, pero de ahí no cambia. Planea laborar en la carga hasta los 72, no le duele un hueso, pero tampoco va al médico. El resto de días que no está en la plaza no sale de la vereda, hace uno que otro trabajo en fincas vecinas y cuida a sus nietos.
Son las siete de la noche, Alirio me dice que ya ha terminado, mientras respira fuerte para que el olor a chunchullo que fritan en la esquina entre a su nariz cierran la plaza. No todos los furgones quedan vacíos, multitud de coteros y algunos vendedores se aglomeran a esperar que le sirvan tan suculento plato. Le pregunto qué va a hacer y con un masaje suave en la barriga me dice que se va ir a “echar pollito” ya que no almorzó. Es el final de un trabajo duro, de un trabajo sin muchas ganancias, de un trabajo que le acumula achaques y que él no va dejar hasta que sus brazos y sus piernas no tengan la fuerza suficiente para echarse el bulto al hombro.