"Sí, esa soy yo. A quien la muerte persigue", dice María Eva Vargas Rodríguez, sin poder levantarse ni dos centímetros fuera de su cama, al observar un retrato que le hicieron. Son las seis y media de la mañana y como cualquier otro día la mujer de ojos azules, contextura ancha y de arrugas acumuladas por 87 años de trabajo incesante, no ha pegado el ojo en toda la noche. Los fantasmas de su pasado la persiguen como un coyote sin descanso.
Reside en una pequeña casa hace ya 20 años. Con una vista panorámica, la morada de cuatro paredes desgastadas, techo entablado y dos ventanas polvorientas, está ubicada en Altos de Cazucá, la comuna cuarta de las seis del casco urbano del municipio de Soacha, que comparte su territorio con la localidad de Ciudad Bolívar en Bogotá. La vivienda ha sido la única testigo de las innumerables penas y sufrimientos por los que ha pasado Doña María Eva. "A mí la muerte se me ha llevado a más de once familiares pero no ha podido conmigo", asegura con ojos que tiemblan al igual que sus manos. Sin embargo, su voz nunca se quiebra.
A las siete en punto de la mañana, como todos los otros días, enciende su viejo radio y está pendiente de las noticias. Encorvada en el borde de su cama es fácil vislumbrarla como una niña. Su mirada perdida de alguna forma refleja una inocencia que los años no le han podido arrebatar. Los recuerdos de su infancia vivida en Sogamoso, Boyacá, son lo único que puede contar con una sonrisa en sus labios escabrosos. Fue la ‘cuba’ de diez hermanos y por ello la más consentida. Su padre, Humberto Vargas, la consideraba la niña de sus ojos. Sin embargo, eso no la eximía de los duros trabajos del campo.
Mientras María Eva mira el reloj, nota que son las 8 am. Sin perder la compostura narra cómo a esa misma hora hace 25 años, sus padres y ocho de sus nueve hermanos fueron asesinados por la guerrilla que invadió la vereda en la que habitaban. “Estábamos todos reunidos en la casa, comiendo lo de siempre: agua de panela con pan. No nos llenábamos de lujos pero el amor de familia era todo lo que necesitaba para ser feliz. Entraron a patadas a nuestra choza y sin más empezaron a disparar como si no hubiese un mañana”, dice María Eva mirando hacia un cuadro de la virgen María Auxiliadora que cuelga de una desgastada pared. De tal desastre sólo ella y uno de sus hermanos mayores, Armando, sobrevivieron. Él afirma que “todavía éramos muy pequeños e indefensos para enfrentarnos a la grandeza de la capital”. Al igual que ella, huyó hacia Bogotá con el objetivo de olvidar su horrible pasado. Sin ningún tipo de educación básica llegaron a la ciudad en busca de mejores oportunidades. Se separaron para intentar rehacer sus vidas y crear cada uno una familia.
Al dedicarse a vender dulces en la Avenida Caracas, conoció a Francisco González, el primer y único amor de su vida. Con él tuvo un solo hijo. “Como dicen por ahí, nuestro amor duró hasta que la muerte nos separó”, cuenta María al sostener la única foto que posee de su difunto marido. Al dirigirse al trabajo un carro lo atropelló y, por ser “pobres, nadie nos ayudó”, recuerda la mujer. Francisco no se salvó y nuevamente su vieja amiga, la muerte, la visitó. Paradójicamente, dejó otra cicatriz en Doña María, pero no la tocó.
Como dice el dicho: un hijo es una bendición de Dios. Sin embargo, para esta mujer no ha sido de tal manera. “Mi hijo Ramón, ése no sirvió pa’ nada, hace más de cinco años que desapareció y ni el rastro dejó”. El muerto en vida como ella lo llama, es un hombre de 40 años que trabajaba como cotero en la plaza de Soacha y un día se fue y no volvió. María Eva intentó buscarlo por meses pero simplemente nunca volvió a saber de él.
El reloj marca las diez anunciando el calvario por el que todos los meses María Eva tiene que pasar. Al no tener algún tipo de ingreso, la llegada del recibo de la luz trae consigo una angustia que solo se disipa gracias a la caridad de sus vecinos. Son ellos quienes responden por sus gastos y le colaboran con cualquier necesidad que pueda tener, como el mercado y algunos medicamentos. “Nosotros, a pesar de estar en una condición de vulnerabilidad económica grande, intentamos ayudarle con lo que se puede”, comenta Jackeline Huertas, una de las personas que ha vivido en Cazucá junto a María Eva por más de 13 años. Las familias en el barrio son numerosas y aunque las condiciones en general son de precariedad, “el amor a la viejita puede más”, asegura Jackeline.
Es una de las personas más queridas del sector y a pesar de ser muy reservada y en ocasiones hasta misteriosa, todos los niños la adoran como si fuese su segunda madre. “La abuelita Eva nunca duerme y yo escucho cómo revolotea en las noches”, dice Deisy Mejia, una niña de doce años que habita en esta comunidad.
El Tic-Tac del reloj revela el medio día. La mirada de María Eva muestra el reflejo de una vida llena de enseñanzas y experiencias incomparables. La mujer que espera a la muerte como una vieja amiga, disfruta con su familia adoptiva hasta la última navidad que le sea posible pasar.
María Eva, la amiga olvidada de la muerte
Sábado, 14 Mayo 2016 17:11
Escrito por Carolina Delgado Arevalo
Ella es una de los 1.523 adultos mayores víctimas del desplazamiento que habitan en el municipio de Soacha. Al no tener sustento económico alguno, es auxiliada por varios de los vecinos de la zona.