Que lo que le digo es cierto, présteme atención que le puede interesar. Estos 275 años que llevo encima no son cualquier cosa. Sí, me fabricaron en 1740 y hasta el día de hoy no he dejado de existir. En junio de ese año un general francés llamado Monsieur Antoine forjó mis manecillas y estructuró mis venas de hierro. Eso por 2000 pesos, que hoy vendrían siendo alrededor de cuatro millones. Además, por más afrancesado que quieran llamarme, a mí me hicieron fue aquí en Santafé, bueno hoy Bogotá. No llegué por barco u otra clase de transporte. Una mano francesa me forjó en tierras criollas.
Fui colocado, para precisar mejor, el 28 de junio de 1740 en la torre del antiguo templo que ocupa la actual Catedral. Estuve a 52 metros de altura en la única torre que existía para ese entonces. Pero en 1785 la tierra se rebotó y la torre que sostenía mis venas, se fracturó. Las pérdidas fueron atroces, se estimaron en 6000 pesos, lo que hoy son doce millones de pesos. Desde ese año comenzaron a reestructurar el templo. Las obras de restauración se extendieron hasta 1807. Fue en ese mismo año, en el mes de diciembre, que tuvieron que desmontarme junto con las campanas para que se reparara otra vez la torre.
Después de 22 años de reparaciones volví a servir a los capitalinos. Mientras marcaba cada segundo de la vida santafereña, fui testigo de cómo en 1815 el maestro Nicolás León construyó la segunda torre de la catedral, y modificó la altura de las dos estructuras. Quedamos a 42 metros del piso. Sin embargo, para 1827 otro terremoto de 7,7 grados volvió a sacudir los cimientos de mi hogar. Las restauraciones fueron hechas nuevamente por León. Las torres tuvieron que ser reconstruidas en casi su totalidad.
Eso sí le puedo asegurar que las marcas de mi patrón, el tiempo, han quedado impregnadas. Yo no soy un aparato ordinario, mis números están forjados con el capricho del rey francés Luis XV. Acérquese y verá. Por más de que mis números estén en romano, el cuatro no lo está. En vez de la nomenclatura conocida (IV), yo tengo cuatro rayas verticales (IIII). Y como le digo, eso fue capricho del rey francés porque él pensaba que el número cuatro debía ser representado de esa forma, y pues como un fiel súbdito francés fue el que me forjó. Aunque otros dicen que esa marca es característica de los relojes de las iglesias. Pero por lo menos sabemos que es una práctica francesa.
Registré cada segundo de la historia capitalina. Mis manecillas marcaron la hora exacta de la reyerta del 20 de julio de 1810, fueron ellas testigos de las balas que desgarraron a los próceres de la independencia en 1817, marqué cada segundo de las guerras civiles que se presentaron en el país, sentí el humo que emergía de los tranvías incendiados el día del Bogotazo, escuché los cañonazos que despedazaron al Palacio de Justicia y nunca dejé de funcionar.
Pero hay más, fíjese que estoy herido. Eso fue en 1985. Hace 30 años la balacera entre la guerrilla del M-19 y el Ejército afectó mi integridad. Un agujero de bala quedó marcado en mi tablero, y duele, pero uno se acostumbra. Eso no fue excusa para que mis manecillas siguieran con su rumbo exacto.
Lo que me da más dolor es que los bogotanos se han ido olvidando de mí. En el 2006, mi corazón metalizado dejó de funcionar. Sin razón alguna, mi mecanismo interno desapareció. Los párrocos de ese entonces, al parecer, lo extrajeron para que lo repararan, pero desde ese año no volví a saber de él. A pesar de que mis venas desaparecieron, un motor diminuto seguía moviendo mis manecillas, pero la precisión del tiempo la perdí. Muchas veces funcionaba, y otras, me paralizaba absolutamente.
Los párrocos para los que sirvo (o servía) decían que ni con toda la plata de las limosnas podían repararme. El presupuesto no alcanzaba para que por mis manecillas volviera a correr el tiempo. Los funcionarios de Patrimonio decían que repararme no era tan fácil por lo que hago parte de un bien cultural, y que los trámites ya estaban en proceso. Pero aquí entre nos, parece que a las únicas a las que les importé fue a las palomas, y aunque sus heces vayan oxidando mi vetusto cuerpo, eran ellas la única compañía que tenía, y a quienes podía contarles todas estas historias.
La resurrección del tiempo
Pero dese cuenta que el año pasado volví a la vida. Joaquín Quijano, experto en relojería y miembro de la compañía PERROT, habló con Monseñor Jorge Alberto Ayala para que me pudiesen restaurar. Monseñor dijo que plata no había, pero Quijano y su equipo ofrecieron un préstamo temporal. Lo que a él le interesaba era volverme a colocar al servicio de Bogotá. Monseñor aceptó y permitió que me repararan. A mí me dio pena cuando Quijano me visitó. A parte de varillas oxidadas y heces de palomas, notó el vacío que había dejado la extracción de mi mecanismo interno. Tenía tan solo a mis manecillas y mi tablero de 1,80 cm de diámetro. Quijano mencionó que, por mi estado, no había recibido mantenimiento desde hacía por lo menos 20 o 30 años.
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Los implementos para revivirme no fueron de aquí. Tuvieron que traerlos desde Alemania. El nuevo motor que me mueve es de allá. Inclusive trae un computador que me impulsa, y un GPS que sincroniza la hora exacta. Tengo nuevas venas de hierro. Mi restauración inició aproximadamente en enero del 2015 y se necesitaron 3 meses para repararme del todo. A Quijano y su equipo mis obras le costaron 30 millones de pesos. Como es un préstamo, Quijano aun espera que los de la Catedral le definan cómo van a pagarle, aunque por lo menos tiene la satisfacción de haberme resucitado.
Para ser exactos, volví a sentir el flujo del tiempo el 30 de marzo de 2015. Después de casi diez años estaba preparado nuevamente para regalarles el tiempo a los capitalinos. En la Catedral fui grata noticia, pues mi inauguración coincidía una semana antes a la Semana Santa. Esperemos que si no es un temblor el que me tumba, tampoco lo sea el olvido de mi gente. Tal y como le ha pasado a mis otros hermanos en la Capital. Vaya y vea al reloj del Edificio Pedro Alfonso López ubicado en la Jiménez con séptima. Está consumido por las telarañas y solo existe su tablero porque su mecanismo interno fue robado.
Venga, acérquese. Mire que este viejo de 275 años tiene mucho que contarle, y más ahora que cuenta con un corazón de hierro totalmente nuevo.