Quizás nadie sepa cómo luce un asesino, pero al imaginarse a alguien que mató, violó y desmembró a más de 200 niños, la primera imagen que vendría a la mente es la de un individuo terrorífico. Ese fue Luis Alfredo Garavito, quien le puso rostro a un personaje que solo se creía posible en la ficción. Con el aspecto de un “humilde trabajador”, este genovés, se camuflaba constantemente cambiando de nombre y ciudad, anotando cada viaje que hacía y guardando recortes de los periódicos donde publicaban las desapariciones de los niños que él asesinaba.
Los años ochenta y noventa no se caracterizaron solamente por la guerra contra el narcotráfico en Colombia, también estuvieron marcados por una trágica y extensa serie de desapariciones y muertes de niños que se extendió por todo el país. Se creía que era una secta la que estaba cometiendo los crímenes, hasta que los investigadores analizaron la tierra y notaron un patrón. Lograron descifrar en las huellas húmedas de los suelos de todo el país las pisadas de un solo hombre, que cojeaba de un pie, y sus rutinas. Cuerdas, un cuchillo y la misma botella vacía de brandy componían todos los elementos rutinarios que se encontraron en todos los rincones que Garavito pisó.
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Aquel hombre desgarbado, con un pasado turbio en su infancia, era la imagen de una persona enferma y desquiciada. Sus víctimas siempre fueron escogidas por sus rasgos muy parecidos. Perfiles de niños con familias pobres, donde incluso el pequeño tuviese que salir a trabajar. Niños entre los 8 y los 14 años. Eran abordados por sorpresa, no sin antes haber hecho una cuidadosa investigación de sus rutinas. Convenciéndoles de acompañarlo a la lejanía, a lugares baldíos llenos de vegetación lograba perderlos entre la maleza, para que nada ni nadie interrumpiera su atrocidad, para que nadie escuchara los gritos, el dolor, el miedo y la muerte. Bastaba con unos buenos tragos del mismo licor, un cuchillo, sogas y la oscuridad para que el patrón de asesinato y su perversión se hicieran realidad.
Desde la cárcel se disculpaba cuando cada periodista le preguntaba si se arrepentía, él con indiferencia decía que sí. Siempre justificándose en que ese, el asesino, nunca fue él. Su rostro parecía reflejar la imagen de un psicópata sin arrepentimiento, con un discurso preparado para dar una impresión superficial de remordimiento.
El 12 de octubre Colombia recibió la noticia de la muerte de uno de los asesinos más grandes que ha tenido el mundo entero. Este personaje catalogado por psiquiatras, psicólogos forenses y hasta el FBI como el segundo homicida en serie más grande de la tierra, falleció en las horas de la tarde de ese día. Muchas personas están tranquilas de la muerte de quien quedará en la memoria de los colombianos como un monstruo, como quien le arrebató hijos y hermanos a más de 200 familias.