Una canción que emana recuerdos, que hace añorar, amar, emocionarse y bailar. Esa es la intención de los cantantes, ¿no?, que la gente se identifique con sus letras, las reconozcan y las conviertan en suyas. Sí, así debe de ser, conectarse con las estrofas de un par de canciones que pueden taladrar en la mente y producir una bipolaridad en el cuerpo. Tan solo entregar los oídos a la frase “¡soy desierto, selva, nieve y volcán! Y al andar dejo mi estela; el rumor del llano de una canción que me desvela”, disfrazaron la sonrisa de esa mujer trigueña.
Luis Silva era la voz que atravesó a dos mujeres sentadas en las sillas de atrás. Su voz adornada con el arpa llanera estaba llena de pinturas verbales sobre los paisajes y símbolos de Venezuela. Pero no todo estuvo en medio del río de las desgracias, la música también fue un motivo para cantar en coro, para alzar los celulares, grabar, y captar las sonrisas de los cercanos, de los paisanos. El recorrido por las calles desiertas de un domingo en Bogotá, con el olor de un arroz recién hecho en la casa de dos capitalinos, fue un escenario de mezclas. Que el parlante rojo en manos de un joven alto, con saco negro y cabello dorado saltara del joropo a la música popular.
Seis horas antes, el primer punto de encuentro fue en la estación de Transmilenio de Héroes, en el norte de Bogotá. Ahí estaba Luis Mirabal, el mismo de aquel parlante rojo. Un hombre de aproximadamente 24 años, un metro con ochenta de altura, contextura delgada, moreno, pelo tinturado de color dorado, cejas pobladas y una gorra de color vinotinto decorado con una letra 'V' de Venezuela. Un ayudante de cocina en algún restaurante, que hablaba mientras tenía sus ojos fijos en la ventana.
Con sus manos en los tubos grises, en medio de la población flotante acomodándose en sus propios espacios, relataba las vertientes del auxilio. "No siempre se puede confiar, porque aunque sean del mismo país, también pueden tener malas intenciones". Algunas de las ayudas colectivas son planeadas sin notificar, sin que las cámaras y los micrófonos se tomen el protagonismo. Basta con que en una noche llegue alguien con hambre a la puerta de la casa de un ayudante de cocina para regalar un plato de comida.
Más arriba de una colina con vista a la ciudad, había una casa de una pareja oriunda de Bogotá. Un hombre que estaba de pie en la entrada del conjunto, de estatura media, ojos grandes oscuros, camisa blanca, jean desgastados y pelo peinado en pequeños picos que dejaban ver unas difusas líneas blancas. Camino a la vivienda de baldosines y paredes blancas con electrodomésticos plateados, sonreía y se dirigía a Luis: “Casi no lo reconozco, me dieron otra descripción de usted y me confundí”.
La mañana transcurrió en medio de las conversaciones de ocho amigos, la actualización de sus vidas diarias, los últimos acontecimientos de los conocidos en común y el manual cambiante, a través de las horas, de los pasos a seguir para la tarde. Cada uno se instaló en un puesto de trabajo, lo principal era el corte de los ingredientes que condimentaban el arroz. La cocción y los toques finales estaban a cargo de Alfredo, "el chef", como ellos lo nombraban entre risas. Picar habichuelas aún así sin saber. Que la esposa del señor de camisa blanca dijera entre sonrisas “tranquila que si no sabía, aquí aprendió”.
Jordi, el hombre de blanco, junto con su esposa Yohana, una mujer de estatura media, pelo ondulado y negro, con su celular cerca para actualizar los cambios del destino final de esa olla de arroz, hablaban de sus motivaciones para auxiliar. Bastó un día cualquiera estar sentados en la sala donde estaba el televisor, ver las noticias de la noche y entender que la situación intricada de más de un venezolano que llega al país. Creó un grupo en Instagram, empezó a publicar información útil para los venezolanos que arribaban al país hermano y quizás estaban perdidos por el funcionamiento cotidiano. Aquellos que también pasaban momentos difíciles a causa de la escasez laboral. Los dos sostenían que a lo largo de sus vidas, han ayudado de la forma en que puedan, por ejemplo, ir al cartucho a donar o entregar comida. Que al final, no implicaba mayor sacrificio si los momentos que consumían el apoyo eran los tiempos libres.
A las cuatro de la tarde las labores afuera de la puerta cinco de la Terminal de Bogotá fueron tácitas. Cada uno se dividió en el espacio. Colocarse los guantes, ubicar la olla y con plato de plástico en mano servir el arroz con olor a salchicha. Luis caminó con su parlante y atraía a sus compatriotas con la estrofa inicial del himno: "Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó, la ley respetando, la virtud y honor". Los dos bogotanos y algunos del grupo de venezolanos escuchaban las historias de quienes llegaban de Vargas, o de esos que paraban en un punto más de sus viajes que duraban más de nueve días en tierra. Una muchacha de estatura baja, con coleta en el pelo, buzo rojo y letras naranjas, tenía en sus manos algunas gaseosas y cámaras. Una que otra vez ese fue su papel, acató a las bromas dichas, “¡que la periodista tome la foto!”
Las fotos y videos no eran “de gratis”. Alfredo, el cocinero principal, un abogado, ingeniero de sistemas y actual estudiante de gastronomía en el Politécnico, contempló que estos materiales se pudieran difundir y así invitar a más personas para ayudar. El rol que Alfredo adoptó fue de conocer las historias. No muy lejos de donde la olla gigante de arroz con vegetales y pollo, un muchacho de saco gris se ubicó en frente de la pared de ladrillos mientras consumía su porción de comida. Era evidente que no quería ser visto, quizás por pena o enojo. Fue hasta que Alfredo se acercó a él, que la apariencia de aquel joven se visibilizó. Alto, moreno y de pelo crespo. Lloró sin querer ser objeto de miradas curiosas, se secó constantemente sus lágrimas, su mirada se desvió hacia diferentes puntos del espacio para intentar pensar en otras cosas y para no concentrar sus ojos en alguien que lo estuviera observando.
Detrás de los lentes oscuros, Alfredo fijaba su mirada al joven, a su lado, le pasó su celular a la muchacha de saco rojo para grabar las declaraciones. Su nombre era Luis, tenía 20 años de de edad, y con la voz entrecortada aclamaba el hambre que estuvo pasando desde hace 4 días. Sus ojos perdidos eran de la impotencia criada en su interior de imaginar la situación de su madre y su hermano pequeño de 3 años en su país, solos y pasando dificultades.
Un grupo de cuatro muchachos, que aparentaban haber cumplido recientemente la mayoría de edad, rondaban alrededor de las baldosas de ladrillo. Fue hasta que la niña de pelo corto, gorro y gafas, se acercó a Jordi para pedir la plata suficiente y comprar pasajes con destino a Medellín. Por un momento, parecía que Jordi aceptaba, pero alrededor, todos se miraban entre sí con incertidumbre y desconfianza. De repente, apareció el cocinero principal en el escenario y empezó a cuestionarlos, ¿por qué irse hasta Medellín si ya están en Bogotá?, ¿a quién conocen allá?, ¿qué van hacer? El arriendo que estaban pagando en un barrio al sur de la ciudad se había terminado y no lograron conseguir lo del siguiente mes.
Alfredo, con sus manos en el aire, les explicaba que venir de otro país nunca sería fácil porque “llegas a una lugar como este, tan grande y ¡parecería que te comiera!” Pero que a la primera dificultad la mejor opción no es seguir pisando terreno desconocido, sino conocer y adaptarse. Al final, el grupo de cuatro, con sus rostros confundidos, cedieron a las palabras y a las pequeñas divisiones en su situación actual. Anotaron el número de Alfredo y prometieron seguir en contacto para continuar examinando su situación.
Durante la tarde, un hombre de contextura gruesa, de pelo mono, ojos verdes, vestido con un esqueleto y shorts se acercó a pedir comida dos veces. Aparentemente no tenía voz y utilizaba las manos para expresarse. La segunda vez se detuvo delante de algunos y cruzó sus manos cerca de su corazón. Astrid, peluquera en un establecimiento en el norte, estaba directamente mirándolo a la cara y se le dificultó entender al principio, pero cuando el señor se lo escribió en su celular, los dos se unieron en un abrazo y se dibujó una línea curva en su rostro. Nada se supo de él, más que de su origen, que lo convertía en uno más de ellos. Al igual que este hombre, varias bocas vaciaron la olla de medio metro de altura, no todas compartían un mismo punto de inicio, algunas simplemente eran del país "cafetero" y pasaban porque tenían hambre.
El final de ese día se resumió en una foto de todos con la bandera colombiana y las gorras venezolanas. La salida cinco se fue vaciando y los ayudantes despidiendo. Pero esas mismas dos mujeres que estaban en la van blanca volvían a emocionarse, el culpable, un mensaje. Una de ellas, que horas antes mostraba sus dientes al contar las anécdotas de acá y allá, que en sus palabras se llenaban del retrato de ese lugar donde tal como dice Luis Silva “la mujer tiene que ser, corazón fuego y espuela”.
Para información de cómo ayudar comunicarse con el número celular 3175254606