En las paredes de esta casa se han ido borrando, uno a uno, seis nombres. Se han oído seis últimos suspiros. Se han pronunciado las últimas palabras, los últimos y más íntimos deseos y miedos. Se han confesado las verdades más crudas. Se han visto las lágrimas más sinceras de los que sostienen por última vez su tibio cuerpo antes de enfriarse para siempre. Se han hecho las últimas y más sinceras promesas. Se ha suplicado de la forma más fervorosa al Dios que solo responde con su silencio, otra oportunidad. Por última vez han visto las goteras de sus desgastadas tejas, o han sentido el frío cemento que recubre el piso. Por última vez se ha deseado vivir más que nunca. Y quizás, por primera, se ha entendido realmente en qué consiste la vida. Seis finales inconclusos. Seis conversaciones interrumpidas. Seis historias convertidas en recuerdos que se intentan olvidar.
Acá cada esquina lleva sus muertos, me dice Janeth señalando una panadería. Y yo pienso que acá es más evidente que existe una ciudad que, mientras vive, se va muriendo. Pareciera que cada empinada y angosta calle que recorren los buses azules, se ha ido pintado de diferentes tipos de sangre; esas mismas que figuran día a día en los titulares de los periódicos populares. Otro asesinato en el barrio Las Lomas, otra captura o incautación de drogas y armas. Otra casa quemada, otro rostro desaparecido, otra niña encontrada sin vida en un caño con medias en la boca. Otra fiesta que acabó en tragedia, otro cobro de cuentas, otros vecinos que cierran las cortinas y se callan para asegurar su vida. Otro robo, otro niño talentoso que cayó en el bazuco, otro balazo perdido, otro policía cómplice.
Esta historia comienza con el titular del periódico español La Vanguardia, el 23 de noviembre de 1971. Barrio Las Lomas, localidad Rafael Uribe Uribe, Hospital Materno Infantil San Juan de Dios. “COLOMBIA: Una madre de nueve hijos da a luz cuatrillizos Bogotá. — Una humilde mujer de 36 años de edad, madre de nueve niños, dio a luz a cuatro más (…) dos de los cuatrillizos del sexo femenino nacieron muertos. Los otros dos se encuentran en regulares condiciones de salud”. Dijeron que habían muerto porque a ellos no les entregaron nada ni nada. “No sé si sería o no sería porque tantas historias que uno ve que la gente aparece, quién sabe cómo sería. Pero las niñas no fueron enterradas ni nada”, me dice Janeth, hermana de los cuatrillizos, con la sospecha de que sus dos hermanitas podrían estar vivas en algún lugar del mundo.
Ese día la niebla y la lluvia disipan la imagen del mirador de Bogotá. Con el humo del Pallmall que sale de su boca, Janeth frota sus manos para darse calor mientras recuerda las muertes de las que ha sido testigo en esta vieja casa, regalada en el 71 por la reina Cucalón, representante popular del barrio, que se estremeció al oír la noticia del nacimiento cuádruple de una mujer pobre que además tenía otros nueve hijos, entre esos, Janeth. Esta mujer de 50 años hoy vende tintos por las mañanas, en la carrera 30 con octava sur. Admite que no quiere dejar el cigarrillo, que la vez que le dijeron que el cigarrillo quitaba minutos de vida, aumentó la cantidad de cigarrillos que fumaba diarios. Tiene ojos cafés delineados de negro, que hacen juego con su cabello y ropa, y miradas fijas con las que sostiene sus frases que cuentan en un tono frío y crudo el orden de sus muertos.
Si recordar es vivir, ella hace un esfuerzo por lo contrario; olvidar para poder vivir. Parece que aunque la muerte le haya pisado los talones, llevándose a muchos de los suyos, la ha dejado a ella como testigo. “Quién sabe cómo me iré a morir yo, de balas no creo, ya no. Yo me intenté matar muchas veces. Una vez con una amiga nos tomamos un veneno. A mí no me hizo, a ella sí. El doctor me dice que mi único problema es que el corazón me late más despacio, me dice que voy a vivir mucho”. Me cuenta con cara de horror, como si fuera un castigo, pienso que es así, adiestrado y manso, para recibir las peores noticias. “Yo qué voy a hacer todo ese tiempo. La vida me tiene que alcanzar pa´ dejarle algo a Carolina. Pa´ mí ya nada.” A medida que escucho, entiendo que Carolina, su hija, es la razón de que hoy esta mujer se vea más viva que todo el conjunto de pulsaciones que yo siento.
El orden de los muertos
La mamá de Luis Chaparro, el concejal lustrabotas que en el 2004 fue destituido por dos condenas de hurto anteriores a su cargo, fue la vecina a la que Janeth, a los ocho años, le pidió plata para llevar a su mamá al hospital. “Eso fue un viernes, un 20 de noviembre. Cuando volví a ir el lunes, ella ya había muerto. El dolor de cabeza era un derrame cerebral, seguro le dio acá, yo la saqué desgonzada, y no me decía sino cuide a Yamil, cuide a Yamil, o sea mi papá. De todos, ella solo pensó en él, ella no decía nada más”. “¿Quién es Yamil?”, interrumpe Erick Stalin, el hijo de Ernesto, uno de los cuatrillizos. “Su abuelito”, le contesta. Y pienso que mientras colorea sus cuadernos y escucha la historia de esa casa en la que murieron su abuelito, abuelita, tío, tías y primo, es la muestra de que aún hay vida entre esas paredes malditas.
En ese entonces eran Tania, Janeth, “Gordo”, Carlos, Isabel y Joselín en la casa. Joselín, el mayor, hoy anda perdido en Venezuela, de ese no saben nada. Más los cuatrillizos, Camilo, Ernesto y las dos niñas muertas y otros dos hijos que a Carmen Mesa ya se le habían muerto. Cuando Carmen murió, Janeth quedó a cargo de la casa. A punta del líchigo que vendía en la puerta, y alquilando el televisor, sobrevivieron. También arreglaron estufas, cambiando los churruscos. Yamil nunca trabajó ni nada, la muerte de Carmen, su esposa, lo devastó. Él decía que nunca le iba a trabajar a nadie porque él era muy revolucionario. Sus hijos, sin embargo, sí hicieron lo que sus ideales marxistas no le permitían, para tener con qué comer, que irónica revolución. Se inventaron una sopa que se llamaba maracachafa. Y siempre era lo mismo, comían siempre lo mismo. Pero así les tocaba porque allá se ganaba muy poquito. La vida acá estaba muy dura en ese entonces, recuerda Janeth.
Janeth decidió irse de Las Lomas cuando el matón del barrio, según lo describe, se enamoró de ella. Sin embargo, aunque lograra liberarse los ladrillos de su casa, era muy pronto para saber que cargaría toda su vida con ellos, a pesar de estar lejos. “Yo preferí irme, me fui a pagar arriendo a otro lado, sola, pero yo iba y conseguía plata y todo era para acá.” En la taberna donde comenzó a trabajar de noche, conoció al papá de Carolina. “Él decía que yo le gustaba y eso pero yo no le paraba bolas porque él era mayor 20 años”. Un mes después quedó embarazada de Carolina. Y sin saberlo, a los cinco meses, él la dejó, por el cumplimiento de la promesa que le hizo al papá si fallecía. A los dos años, se murió, por un infarto en la casa. “Eso fue un 25 de noviembre. Yo me fui con mi tía, Tania y Carolina a una fiesta. Y él dijo que pasaba a las 8 o 9 a recogerme. Pero nunca pasó. Eso fue hace 27 años. Entramos y lo encontramos muerto”.
Tania. ¡oh, oh! Tania.
Carolina tenía dos años y medio, Tania 18 y Janeth 25. Él murió en noviembre y en febrero Tania empezó a enfermarse. Un brote, unas fiebres que nadie entendía, ningún médico. Era lupus lo que tenía, pero en ese entonces ningún médico sabía. Le diagnosticaron 6 meses y duró 5 años. Tuvo cuatro derrames cerebrales. Tenía 21 cuando murió, ella era muy bonita, pero perdió la vista y el cabello por los medicamentos. Janeth hacía de todo. Ella le decía “quiero irme a Melgar”, se endeudaba y se iban pa´ Melgar, pero nunca tuvo ayuda de nadie. Cuando Tania murió ella ya no quería estar allá, se fue. “Psicológicamente quedé muy mal, no quería nada, no aceptaba nada. Tomaba todos los días. Dejaba acá la plata pero nunca estaba acá. Es la hora que la muerte de Tania yo no la acepto. Yo le puedo hablar de lo que sea, de la muerte de mi papá, de lo que sea, pero de Tania no. No perdono, no puedo, así haya pasado tanto tiempo, yo a ella la adoro”. Cada pedacito de su enfermedad era como una historia, ella no quería morirse. Es el único momento en el que se le llenan de agua los ojos de todo el tiempo durante el que hablamos.
El jefe de laboratorio, donde ya llevaba un rato estable trabajando, internó dos años a Carolina en Chiquinquirá mientras Janeth se entregaba a todo lo que se le ofrecía en el barrio, hasta un día reaccionar. Janeth miraba a Carolina y pensaba, “¿qué estoy haciendo?”. Pero para eso tuvo que salir de allá, de la casa. El señor que la ayudaba, murió también un 25 de noviembre, como si fuese la fecha en que la muerte le caminara cerca a Janeth y su casa.
Cuando la echaron del laboratorio decidió crear un negocio con la indemnización. Intentó no contarles, era la única que estaba trabajando, todos comían de su dinero, pero El Gordo se enteró. “Vamos a hacer algo, primer vez que tenemos toda esa plata, pongamos un negocio”, le dijo, y él venía con la idea de empezar un local de ropa en el centro. Cuatro años antes de todo eso, él había tenido una mujer. Una paisa que venía de las comunas de Medellín, no tenía estudios ni nada pero era muy echada pa´lante. Tenía dos niños. Pa’ un 21 de noviembre, Néstor y Camilo cumplían años, les trajo un ponqué y una botellita de brandy. Al otro día se levantó enguayabada a lavar la ropa. En esta casa, uno lava acá abajo y cuelga la ropa arriba. Cuando Flor subió a colgar la ropa, se fue de cabeza. Lo último que le dijo, con su cerebro estallado, como más tarde le explicaría el médico a Janeth, son frases sin sentido. Que la nevera, que la estufa, El Gordo no entiende, más que quizás será lo último que oiga de su boca.
El papá de Flor al enterarse se viene de Medellín, y cuando la estaban velando, se la llevó con los niños. Decía que no iba a dejar acá a su hija. Se fueron los cuatro en la carroza. El Gordo se fue pa’ Medellín pa’ que los niños se acoplaran, los hermanos y los tíos en diciembre trataron de matar al Gordo, lo culpaban a él, entonces él se devolvió en enero, sin los niños. Abrió el local a su antojo, ella le daba la plata, pero ninguno más sabía. Gordo empezó a hacerse ilusiones, era de esas personas que dice vamos a tener plata y a tener carro, casa y beca y todo. El 21 de noviembre se quemó el local. Todo el centro comercial Puerto Colombia, ubicado en la carrera 10ª con 11, con los 180 locales que comprendía se quemó la noche del domingo. El Gordo se iba desmoronando de tantas cosas que habían pasado y cerca del 18 de diciembre le dijo yo vengo desde el 21 a ayudarle todo el día. “Ese día, el 21, me llamaron de acá, que me viniera pa’ las lomas porque uno de mis hermanos se había muerto. No sabemos si fue que vio a Marta la novia con otro tipo, bien aburrido que estaba por lo del local, se ahorcó. Camilo no tenía cigarrillos y se levantó pa pedirle al Gordo, él abrió la puerta y ahí lo encontró”. Ese cuarto sigue desocupado.
El Gordo tuvo un hijo que no reconoció con una novia que él tuvo de joven. Él no quería a ese niño, pero él sí al Gordo. El día que él murió le dijo a Janeth “tía, ¿puedo entrar a ver a mi papá?”, y ella, “pues entre porque qué hacemos”. Ya tenía 16 años Marlon, él se enorgullecía, decía “mi papá está bravo conmigo, pero él es mi papá”. Gordo nunca le habló ni nada, nunca le dio nada, pero él siempre quiso a su papá y a todo el mundo le decía. Solo pasaron seis meses entre muerto y muerto. Janeth dejó que Marlon se viniera a vivir allá. Pero ya traía sus mañas. Un día robó a Camilo. Tuvieron que sacarlo de la casa y en junio le pegaron 3 tiros allá en la escalera, allá afuera. Tenía solo 16. Cuando trataron de ayudarlo ya era tarde.
Yamil fue después. “Cuando el murió fue grave, me tocó llevarlo de aquí a pie al hospital, porque yo no estaba trabajando. Después como que nos pusimos a vender obleas con Carolina, pero no nos fue bien. Ahora las cosas están medio bien, tranquilas. Había una época en la que estábamos preparados para todos los noviembres, quién sabe qué pasaría cada vez.” Crecieron solos. Enterrando a los suyos. Todos tienen tonos de voces fríos. Para ellos madurar fue aprender a hablar de sus muertos con aceptación.
Un ser humano puede soportar 250 voltios, 11 días sin dormir, 15 minutos sin respirar, 9.000 metros de altura, 1 hora 12 minutos sumergidos en hielo, 73 días sin comer, 20 minutos a 30 grados bajo cero. Resiste lo que viene a pesar de tener los segundos contados. Pero para resistir dolor, no tiene límites. Janeth es la prueba viva de eso. La prueba de que la muerte, como el azar, le llega a unos y a los otros les deja la tarea de enterrarlos, y aguantar. Aguantar hasta que se digne a llevárselos para liberarlos del dolor, que la vida, les dio.
Si jugaban al fútbol en los campitos / ahora juegan a seguir siendo niños / para que nadie advierta cómo han madurado /con las ausencias y las malas noticias / antes memorizaban las tablas y las fórmulas / ahora se muerden los labios y se entrenan / para olvidar los nombres y los rostros.
M. Benedetti.