Así es un día corriente del predicador de La Estrella

Viernes, 21 Abril 2017 05:31
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Antonio predica todos los días de la semana con un parlante al hombro en la plazoleta del Rosario. Así es la historia de este hombre que es algo más que un predicador de La Estrella.

Plazoleta del Rosario||| Plazoleta del Rosario||| Carlos Orlando Posada, El Espectador|||
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Este hombre lleva consigo todo un mundo que me transporta a mi niñez. Sus palabras y canciones me son tan familiares que podría seguirlas de memoria. No sé a quién ver cuando me habla del control que los reptilianos tienen en el mundo. No veo a un loco, veo a un niño perdido y solo, que el tiempo le envejeció la piel y éste se negó a encasillarse en una forma de vida; encarnó todas las posibilidades, estuvo en tantos universos diferentes. El peladito de ocho años que vendía los baretos de su tío, que gasta sus días al sol predicando de un Dios que lo ha dejado olvidado en una habitación, hoy me muestra en la mesa de una cafetería los trastos con lo que carga al hombro todos los días. Una película desordenada, sin moraleja: Antonio.

Antonio no llegó el sábado a las 10 de la mañana como había dicho. Ese día y a esa hora La Estrella, plazoleta pública del Rosario, era otra a la de los viernes en la noche. El humo de la marihuana y los cigarrillos se habían disipado en el frío de la noche. Al medio día, luego de 12 llamadas sin responder, me rendí. Su voz no era de esas que publicitan ortodoncias a mitad de precio con volantes de colores vivos; era dolida, apasionada, preocupada. Diferente a muchos predicadores, este no avecinaba el apocalipsis, ni decía a los marihuanos que lo suyo era demoniaco. Decía que su Dios estaba buscándonos. Ahora lo buscaba yo a él. Me recordaba a esos personajes que advertían sobre un peligro inminente, y a la gente le daba lo mismo, ni les causaba temor ni risa, solo se volvían un elemento más del escenario en el que haría falta su ausencia. Hoy lo noto, hoy no está ese hombre loco que gasta su voz y días en una tarea constante.

Me llamó en la tarde, predicaría en una iglesia el domingo a las 9. Le dije que estaría allí. Cuando iba llegando, me llamó y me dijo que no podría ir. Había algo raro en él y me molestó un poco. Le pregunté dónde estaba. “Si quiere venga al Tintal”, respondió. “Está bien”, le digo.

Como no acostumbraba, en Bogotá hacía sol como si fuese una ciudad caribeña. En el Transmilenio pensé que quizás había elegido mal mi atuendo, llevaba una pantaloneta muy corta. Pero en cuanto me vio, no me dio una mirada despectiva. Se disculpó muchas veces hasta asegurarse de que no estaba molesta. Llevaba dos maletas al hombro. En una el amplificador de sonido con el que predicaba, la otra más pesada y grande sería un misterio.

Nació en un Belén lejano al que nació Jesús. Este, es un barrio conocido como el “pequeño pueblo olvidado” del centro de Bogotá. De los 14 hermanos, el tío reconoció en sus ojos el más avispado de todos. Le propuso vender marihuana en el barrio. Y este, un pelado de 8 años, con sus hermanos trabajando en la lotería, no le dijo que no al jíbaro principal de la zona. Todo un papel hacía en ese momento, le tenían respeto. Los problemas vinieron cuando se volvió adicto a oler la gasolina. Perdió habilidad y lucidez, todo un niño de las películas de Víctor Gaviria sin el pago de su tío: zapatos y comida. Hoy que le veo en esta cafetería, con ojos aguados, creo que se aferra tanto a ese Dios del que me habla como una forma de darle sentido a ese caos y soledad del niño que aún se deja ver cuando sonríe tímidamente. Ahí no acaba la historia. Parece que a medida que busca entre sus recuerdos, encuentra a tantos Antonios, y a la vez a él mismo. “Siempre he estado solito”, me dice.

Cuando le pregunto por qué hace lo que hace, no se detiene a pensar. Me mira fijamente y sin titubear me responde “es lo mínimo que puedo hacer, estoy muy agradecido”. Sigue hablando, y yo sólo pienso en lo que ha dicho. ¿Qué puede agradecer? Se me encoge el corazón, no le puedo mirar a los ojos, siento ganas de llorar. Retomamos en sus 12 años, como ya estaba grandecito para seguir vendiendo lotería, y los hermanos menores que le seguían tenían que aprender ya el negocio, le mandan a trabajar de obrero pegando ladrillos. Sin más, se salta a los 3 meses que pasó sin comer cruzando de forma ilegal la frontera de México a Estados Unidos a los 25. “¿Qué hizo en ese lapso de los 16 a los 25?”, le pregunto. Mira a los lados y se ríe con pena, se pasa la mano cubriéndose la cara y se acerca más para decirme con la pena de un niño que le confiesa a una pelada que le gusta, “era raponero”. Zapatos, cadenas. Pienso si en alguna tuvo opción. Si no fue el resultado de las opciones más hostiles que se han vuelto normales en la sociedad colombiana.

Dice que estuvo 7 años en Italia y 16 en Estados Unidos. Le pregunto si a eso se debe su maleta de viajero. “Cargo todo porque no puedo dejar nada”, me responde. No le comprendo en el momento. Carga la sal, una mascarilla para su piel quemada por el sol bogotano, dos frutas, pastillas para los cartílagos, una máscara con filtro de aire –para no envenenarse, duerme con eso-, un talonario de la parte de su casa que arrienda, tinto frío en un frasco de emulsión de Scott, ají en una bolsita azul, linterna, crema dental, salsa de parrilla para atenuar la aceleración del corazón que le producen los 7 tintos cargados que se baja a diario, un micrófono dañado a lo que se explica que quizás Dios no quiere que predique como lo hace, un trozo de zanahoria en una bolsa de leche, suplemento alimentario Centrum, maní, batería extra para su parlante, una olla con la comida del día, champú, desodorante, remolacha en una bolsa de tinto, receta casera vista en Youtube para protegerse del cáncer. Porque a él le encanta pasar tiempo en el internet. Lee de las muchas dimensiones del universo que no alcanza a comprender, lee de los iluminati, del satélite caballero negro, hasta recetas para prevenir el cáncer. Qué hombre.

Me dice que pida otra avena, que él me gasta. Siento los ojos del mesero impaciente en nosotros. A ese punto ya no podía no escuchar cada palabra de este hombre que ahora tenía toda mi atención. Ni la mosca que volaba cerca de mi cabeza, ni el sol de 20 grados que hacía ese domingo, ni el hambre parecían importar demasiado. ¿Qué lleva a un hombre a que viva con su casa al hombro? Parecía que vivía en una guerra continua con sus vecinos. Le habían intentado hacer brujería. Le robaban los bombillos, por eso ahora los cargaba consigo. Hasta le habían envenenado una naranja. Por eso desconfiaba. Por eso me decía que no podía dejar nada en casa.

Tiene 57, y su hijo 33. Parece muy poco tiempo para todo lo que ha vivido. Parecen los 100 años de un abuelo que rebusca en su memoria o unas 7 historias de personas muy diferentes entre sí. Pero no, es Antonio, el hombre de camisa gris bien planchada, medias de guitarritas y zapatos plásticos, con los trastos de su vida regados en una mesa cualquiera de una panadería cualquiera. Trabajar “para el Señor”, porque de saturar las páginas del SENA con su hoja de vida, no ha conseguido trabajo como cocinero, a pesar de que tenga un título profesional. Me cuenta que prefiere lavar los platos, hacer domicilios, porque es realmente bueno en eso. Le brillan los ojos.

En el momento no creo que mi amigo Antonio, con quien nos perdemos en historias de reptilianos esté loco, a pesar de que todas las personas que en este lapso se han sentado en las mesas continuas, escuchan, se ríen, comen pan con gaseosa y se marchan a seguir con sus rutinas normales, sí. Quizás esa sea la forma rápida de reducir a este misterioso hombre: perdió la cordura. Tiene delirios de persecución con sus vecinos, trabaja para un ser al que no ha visto, pero del cual está más seguro de cualquier otra cosa en el mundo. Me habla de su relación con los gatos que van comer cerca a su casa, quizás la más íntima que tenga con otro ser vivo. De cómo le dolió cuando uno de ellos dejó de ir a su casa porque él lo había espantado cual ruptura de noviazgo.

Me recuerda a la historia de un retratista del siglo pasado que tomaba días en lograr acercarse a esas visiones imposibles de reflejar. Cada sesión, Alberto Giacometti intentaba captar cosas distintas, por eso sus trazos nerviosos se entrecruzaban y cortaban entre sí, ocultando el motivo y a la vez logrando esa complejidad de los seres. Y la recuerdo porque hoy, que trato de retratar a este hombre, no logro entrelazar las imágenes diferentes se superponen entre sí de lo quien es él, pero que convergen quizás en un único detalle: la inocencia de sus ojos.

“Quiero un objetivo”, me dice. Y me quedo en esas palabras. Quizás su historia sea esa. Un hombre desesperado de encontrar algo, alguien. Y en eso no somos tan diferentes después de todo.