El sábado por la noche decidí quedarme en La Candelaria, ese lugar colonial y céntrico de Bogotá, ese que queda bien cerquita a la carrera Séptima donde los fines de semana hay puros “juegos, rifas y espectáculos”. Cuando salió el sol dominguero cogí por la cuadra que conduce a la Universidad del Rosario, bajé por la plazoleta que hay enfrente de la institución y al escuchar salsita me di cuenta que ya había entrado al increíble mundo, casi de feria popular, a la carrera más concurrida del centro de la capital.
Lo primero que pude ver, con tanta gente caminando, fue un circulo de personas viendo algo, frente de un Panamericana. Caminé a ver qué era lo que estaba pasando, mientras cantaba la canción que sonaba, “ella y tú, mi amor, me tienen loco y desesperado”, y lo que descubrí en medio de la multitud espectadora como que sí estuvo acorde a la canción, pues bailando salsa se encontraba un señor sin pareja, parecía loco bailando solo, como que se había quedado “sin el pan y sin el queso”, sin ni una bailarina, de pronto porque ellas sí le pararon bolas a la letra.
En todo caso, como buen colombiano, se supo defender solo, bailó tan bien que había más de 15 personas viéndolo y no era para menos, él era el show: su cabello rizado moviéndose al ritmo de la música, su piel morena haciendo juego con su camisa oscura de botones desabrochados hasta el pecho, sus pantalones blancos impecables y su sonrisa brillante. Sus pies se movían tan bien y tan rápido que no necesitó de nadie más, la energía que tuvo hizo por dos, por tres y por todas las monedas que multiplicó en los minutos que duró la canción.
Continuó con otro éxito del Joe Arroyo pero en ese momento me ganó más la curiosidad por mirar los materos, las flores sembraditas y las bancas que pusieron bordeando la calle hasta la Avenida Jiménez, media cuadrita de donde el salsero estaba. Después de que un bus de Transmilenio pasó, crucé la calle para comenzar a derrochar moneditas en los jueguitos de feria, esos donde uno sabe que va a perder la plata pero igual los juega. Encontré uno de una tablita hecha en cartulina amarilla, que la dividieron en recuadritos con cinta azul y por cada uno ponían un precio en marcador verde. Centímetros debajo trazaron una línea en tiza, como para que nadie fuera a tener ventaja, ante todo la igualdad.
En un recuadro estaba el valor de $200, en otro de $100, en otro volvía a salir $200 y por ahí medio se veía el recuadro equivalente a $500. Quien dirigió el juego, un flaquito de gorra roja, indicó que la idea era lanzar una moneda de cualquier valor desde la línea, y si ésta caía dentro del cuadro, uno terminaba ganando su moneda más el precio de la casilla, pero si el tiro fallaba y lo arrojado caía en la cinta azul o a fuera, pues se perdía la moneda. Uno podía lanzar cuanta moneda y el de gorrita igual se quedaba con todas, aun así, del ego uno seguía dele que dele al despilfarro.
Me preocupé por mi monedero y la adicción que produjo el juego, así que desvié la mirada unos cuantos centímetros a la izquierda y vi una mini chiva en medio de la calle, decorada con pequeñas mulitas y costalitos, sin olvidar las fotos pegadas; que aludían a un campo verde y profundo, lleno de pequeñas bolas de café. “Ya que entramos en gastos”, fue lo que dije para decidirme a tomar una bebida típica, colombiana, bien creativa, en El Septimazo. Tan creativa que pedí un café y recibí un raspado; en ese vaso de cartón había desde leche condensada, hasta canela y tomillo, pero por supuesto cafecito también.
Me tomé el café casi que pescando, para poder sacar los pequeños palillitos que habían en la superficie, fue divertido porque mientras hacía esto, tenía buena música de fondo. El ambiente era tan colombiano que pasé por alto la letra de “By the rivers of Babylon”, porque la señora Dj estaba ofreciendo una recopilación de discos que hizo y la mejor forma de vender su música fue poniéndola a sonar en su parlantico, y así recuperar lo de quemar los Cds. Una forma creativa de conseguir dinero y ambientar la calle, porque qué haríamos sin la música.
Seguí caminando y me encontré con el rostro de un Cristo hecho a tiza, con trazos de distintos colores estéticamente perfectos. Ya podía verse casi terminado, el hombre que lo estaba pintando se encontraba echado en el suelo, dándole toques finales. No le vi la cara hasta que se levantó de improvisto. Ésta estaba un poco sucia, como si antes hubiese pintado en carboncillo, su cabello era negro y estaba bien tieso; no se movió por más que él quisiera y su ropa color khaki a manchas igualitas a las de su rostro.
Se molestó por los sonidos que produjo uno de los juegos que tenía al lado, éste era el “tiro al billete” donde la gente cogía una escopeta y pretendía darle a algún Gaitán y así quedárselo. El pintor comenzó a agitar su mano y a levantar su voz de protesta. Gritaba porque por mucho tiempo cada tiro, cada disparo, cada bala había atormentado al pueblo colombiano y ahora no soportaba que se tomara de entretenimiento. Salió de la séptima, como quien sale de un escenario por un ladito de la cortina, dejando a su Cristo triste e incompleto. Salió como quien sale de haber hecho una gran obra sin querer aplausos y en este caso, sin querer dinero.