Maleja siempre me levanta los domingos. Sin pena, abre la puerta del cuarto para darme sus “güenos días” y se sube con esfuerzo a mi cama para abrazarme. Es un domingo cualquiera en mi casa, excepto porque hoy seré una niña de tres años. Me levanto, todavía con sueño, e instintivamente abro la cortina de mi cuarto. Voy al baño, me lavo las manos y empiezo mi día. Está haciendo sol, pero, como en muchos días de esta fría Bogotá, no durará mucho. Bajo las escaleras torpemente y me dirijo al comedor, donde Mamá ya ha sentado a Maleja para darle el desayuno. Me mira. “Bueno, nene, a sentarse en una silla que le voy a dar el desayuno a usted también”. Ambas nos reímos, Maleja nos imita. Todavía no sabe que hoy soy una niña como ella.
Maleja tiene puesta su pijama de la Doctora Juguetes. Como todas las mañanas, tiene su cabello crespo despeinado. El sol entra por la ventana y su cabello brilla, mientras mueve sus pequeños pies descalzos esperando a Mamá. Yo me siento a su lado, y también espero. Normalmente, yo hago el desayuno los domingos, o ayudo en la mayoría, pero hoy no puedo. Mi panza cruje. Mamá trae uvas partidas para mí, sin las semillas. Maleja ya está comiéndose sus uvas, sola. Estiro mi mano por un tenedor, costumbre. Luego la retraigo e imito a mi hermana: como con la mano. Siento las uvas más pegajosas que de costumbre, y mis dedos cogen una viscosidad que me incomoda. Escupo una pepita, y Mamá se ríe. Maleja me mira extrañada, no sabe que hoy es mi ejemplo a seguir.
“Bueno, ¿Qué van a desayunar hoy?”, dice Mamá. Yo digo jamón, Maleja dice salchicha. Ella me mira, yo cedo. Mamá prepara los huevos con salchicha a toda velocidad y nos alcanza dos platos antideslizantes de colores. Y ahora sí, a comer. Mamá empieza a paladearnos a ambas la comida. Yo como con más juicio que Maleja, porque el hambre me gana. Maleja suele ser complicada para comer, pero la textura suave y el sabor salado de las salchichas le encantan, así que decide coger la cuchara por su cuenta con su mano izquierda. La sigo. Aunque mi izquierda es torpe, y se me cae la comida, no es tan torpe como la de Maleja.
Termino mi desayuno y Mamá me premia con un tablero para escribir. Elijo el marcador morado y Maleja el verde, y empezamos a pintar caritas. “Mamá, men y me muetla eta carita, la hicimos Tata y yo”. Mamá viene, y nos felicita. “Mila, ahora eta tlite”, dice mientras borra con su dedito la línea verde que simula su boca y la cambia por una ligeramente curva. “Y tiene gusanos pote no se ha bañado los dientes”. Ahora, hace líneas pequeñas a su alrededor. Borra su boca. Ya no tiene gusanos, ni boca. Toca pintarla otra vez. Yo intento ayudarla, sin éxito. Ella quiere el tablero sólo para ella, así que tengo que esperar mi turno para pintar. Me quejo con Mamá, y ella me mira como quien dice “nada que hacer”.
Mamá recoge el cabello rizado de Maleja. Yo, instintivamente, suelto la moña que me cogí al levantarme, antes de desayunar. Llamo su atención, y la consigo. Mamá ahora recoge mi cabello mientras sonríe, dice que tengo más cabello que mi hermana. Maleja termina su desayuno y pide que la bajen de la silla a gritos. Mamá la baja, y Maleja le agradece y la abraza. Piden que me una, las tres nos abrazamos. Después, recibo clases express de Mamá sobre escritura con la mano izquierda. A pesar de que mi abuela no la dejara ser zurda, consiguió un excelente manejo de la escritura con ambas manos. Maleja también es zurda.
Mis domingos usualmente los dedico a hacer trabajos, por lo que no puedo pasar mucho tiempo con mi familia. Maleja ya lo sabe, así que cuando subimos al estudio y nos disponemos a jugar, me dice que me vaya a mi cuarto. Mamá le aclara que hoy jugaré con ella y se emociona. Mientras Mamá saca las plastis para jugar, Maleja se ríe. Mamá ya sacó las plastis. Empezamos a armar muñecos amorfos las tres.
Hay plastilina verde, roja y amarilla. Maleja agarra la plastilina y empieza a tirarla al suelo, ignorando cómo se queda entre sus uñas. Yo decido intentar hacer una Minnie Mouse y Maleja, de repente, ya no quiere jugar más, así que me lleva a su cuarto. Me muestra una mariposa amarilla, del tamaño de un libro abierto, con las letras del abecedario en colores sobre ella. Me muestra la T. “Tu letra favorita es la T, pote T de tlen es T de Tata”. La oprime y la mariposa empieza a cantar. Cuando me empieza a gustar la melodía, la apaga. “Ya se le va a acabar la pila, Tata”. Me pongo triste. Me tranquiliza. “Te amo, Tata”.
Ojalá todos pudiéramos ser niños por siempre, como Peter Pan. Sin responsabilidades, sin trabajos, que fuéramos siempre el centro del mundo (o al menos creyéramos siempre serlo). En ese aspecto, algunos adultos no maduran, pero muchos otros entienden que el mundo es más grande que nosotros. Maleja canta una canción con su voz aguda, imitando a un juguete de Fisher Price, con un rodadero por el que bajan varias pelotas. Mamá se lo debió haber regalado hace poco menos de dos años. De repente, se acuerda de otra canción, y dice, entusiasmada, que me la va a cantar. Nunca me la canta, ambas nos distraemos.
El siguiente juego consiste en hacer que unas figuras encajen con un hueco de su misma forma, y logren entrar en una cajita. Se me acaban de confundir todas las formas, y mi edad se reduce considerablemente. Ahora, Maleja me enseña cómo jugarlo. “¿None va ete, Tata?”. Empiezo a señalar huecos al azar. “Ahí no es… ahí menos”. No sé dónde va, y me frustro. Maleja, de repente, toma el papel de hermana mayor y me consuela. “Pelo hay muchas formas, Tata. Sigue intentando”. Señalo todas las equivocadas, y de últimas la correcta. “Ti, ahí va. Muy bien, Tata”.
Maleja deja su cuarto y encuentra un partido de tenis transmitiéndose por el televisor de la sala. Decide que ‘quiere hacer eso’, así que Mamá desempolva la raqueta que me compraron hace ocho años. Hemos fallado en el intento de crear hábitos deportivos en familia, pero con Maleja procuraremos mejorar en ese aspecto. Saco de mi escritorio una pelota de tenis, del característico color amarillo neón, y nos disponemos a jugar. Maleja alza con dificultad la raqueta e intenta pegarle a la pelota. Primer lanzamiento, la pelota se va debajo del sofá. La saco con dificultad. Segundo lanzamiento, Maleja tumba el Halcón Milenario y la Tie Fighter de Papá. A Papá le encanta Star Wars y, sobre todo, sus naves que él mismo construye a escala, pieza por pieza. Mamá y yo inmediatamente las arreglamos, nada ha pasado. Tercer lanzamiento, la pelota rebota por las escaleras y cae al primer piso... creo que deberíamos cambiar de actividad.
Paralelo al tenis, encontramos en los canales de deportes un partido de rugby. Ambos bandos se me hacen desconocidos. Maleja decide que quiere jugar rugby, así que le damos un balón amarillo, más grande que su cabeza, y ambas corremos detrás de ella. Es la niña más rápida del jardín, pero sus cortas piernas no logran escapar de las nuestras. Mamá la abraza y la levanta del suelo, yo le hago cosquillas y le quito el balón. Maleja, amante de la marranería por excelencia, quiere seguir jugando todo el día, pero Mamá debe hacer el almuerzo. Papá está por llegar de su consagrado paseo en bicicleta, y la ayudará a cocinar el lomo para preparar Filet Mignon.
Me canso. Es imposible tener la pila de una niña de tres años siendo una sedentaria de veinte. Me siento a buscar algo más que ver en el televisor y Maleja me acompaña. Ella me rodea con sus cortos brazos y me mira con sus ojos marrones, expresivos y audaces. Yo beso su frente y también la abrazo. De repente, decidimos ir al cuarto de mis papás a jugar un rato y a descansar en la cama. Maleja se adelanta a bajar las escaleras, se sienta en el piso y, ayudada de sus manos, su cola y sus pies, desciende escalón por escalón. Todavía es muy pequeña para poder bajar de pie.
De repente, se siente muy cansada y decide que quiere dormir. Se acomoda en la cama de Mamá y Papá y le empiezan a pesar los ojos. Yo la abrazo, y cierro los míos. Tengo la ventaja de poder dormir en cualquier momento del día, porque suelo andar cansada la mayoría del tiempo, así que la acompaño. A ella se le facilita mucho la imitación, dado que es la forma como aprende a hacer la mayoría de cosas a su edad. Así que me da un beso, me recuerda una vez más que me ama y también cierra sus ojos. Ambas, abrazadas, entramos en un sueño profundo.
(…)
Despierto de nuevo como la pseudo adulta que soy. Maleja, como todos los días, me ha recordado que debo disfrutar la simplicidad y valorar lo que me rodea. Siempre que lo olvido, ella lo siente y me dice “Tata, yo siempre te voy a cuidar”.
Y lo hace, siempre.