La Biblioteca Luis Ángel Arango cuenta con doce salas especializadas, pero de esas hay una especial, esto por el tipo de usuarios que la visitan regularmente. La sala de audiovisuales se diferencia del resto de la biblioteca no sólo por su material, también porque es visitada por ancianos, recicladores, habitantes de calle y algunos estudiantes, profesores e investigadores.
En una pantalla de la sala de audiovisuales, una niña de cerca de once años se sienta junto a Fernando Vallejo, le da un mordisco a su helado y una inhalada a su tarro de bóxer, es una escena del documental de Luis Ospina La desazón suprema. En ese momento suena un fuerte ronquido en la sala, un señor de más de sesenta años se ha quedado dormido, esto es común entre los visitantes.
Cada espectador entrega un documento, solicita una película al analista y este la reproduce en uno de los 31 computadores con que cuenta la sala. Después de ponerse los audífonos, lo único que podrá hacer es subirle o bajarle el volumen porque los DVD solo los manipula el analista encargado.
Al entrar en la sala se puede sentir un leve olor a suciedad por falta de baño o ese olor de los ancianos que huelen a ropa guardada o a ungüentos medicinales. Aunque las personas que van allí procuran mantener la limpieza en sus ropas y su cuerpo, las condiciones de vida o de trabajo pueden darles el olor característico.
Gustavo y Eliana son visitantes recurrentes de la sala de audiovisuales, él tiene 53 y ella tiene 41. Se han visto tantas películas que ya han tenido que repetir algunas, de hecho Gustavo admite que ya se ha visto toda la serie de Cantinflas, pero aún las repite. El miércoles pasado, él estaba viendo El mensajero, del actor mexicano.
Ellos, al igual que una gran cantidad de los visitantes, asisten al comedor comunitario del Padre Miguel, en la carrera 4° con calle 5°, por eso muchos se conocen o se saludan antes de ver las películas en la sala, o ven la misma película en ocasiones. “Muchos de ellos vienen en la mañana, van a buscar almuerzo a mediodía y vuelven en la tarde a ver otra película”, dice una de las mujeres que administra la sala en la mañana.
Gustavo y Eliana se dedican al reciclaje desde su juventud, ella desde los catorce, él desde los 19. Se levantan cerca de las diez de la mañana en su habitación arrendada de la 11 con 6°, luego van al comedor para desayunar y al mediodía están en la Biblioteca viendo una película o dos, según alcance el tiempo. A las tres de la tarde, sin falta, salen a recoger de la basura una buena cantidad de desechos reciclables, cada uno con una bolsa o una caja al hombro, "con el único carrito de las patas”, dice Gustavo. Con eso consiguen los ocho mil pesos que cuestan la pieza y el resto para el almuerzo.
Gustavo no solo conoció la Sala de audiovisuales de la Biblioteca Luis Ángel Arango (BLAA) gracias al comedor comunitario. También, gracias a él conoció a Eliana, quien en una fiesta de amor y amistad le invitó a bailar y a los pocos minutos estaban “chupando trompa”, dice Gonzalo. Como dice Cantinflas en El mensajero, “no llamemos las emociones porque una emoción lleva a otra”, ahora llevan diez años juntos, viendo películas y reciclando.
Ellos se han visto Las muñecas de la mafia, El capo 1 y 2 y La mujer del presidente, además de muchas otras películas. Cuando se les pregunta por su película favorita, ella elige Las muñecas de la mafia y él El capo. Muchos de los participantes van a la sala porque no tienen un televisor en la casa y sus condiciones económicas no les permiten ir a cine. Entre esos, hay quienes se reúnen al mediodía a ver el noticiero proyectado por video beam en una sala común a la salida del ascensor, en el 3° piso de la biblioteca.
Miguelito, un amigo de Gonzalo y compañero del comedor comunitario, pide la película de King Kong que está en audio original y sin subtítulos, no le interesa el idioma y se sienta a verla. Otro hombre, de más de 60 años, gordo, de blazer de paño gastado por el tiempo, solicita una película, la mujer de la sala le dice que no está para préstamo, “claro, muéstreme su carnet y se la coloco”, “ay, ¿dónde está don Carlitos?”, le dice el usuario. “Él ya no trabaja en esta sala”, le responde la funcionaria, “es que él me las prestaba sin carnet”.
El anciano preguntaba por uno de los hombres que estuvo casi desde la fundación de la sala en 2007, cuando fue donada por el gobierno del Japón. Carlos González duró como analista de la sala cerca de 7 años, fue promovido hasta hace pocos meses y aún varios usuarios lo preguntan por su forma de ser hacia los visitantes.
Lo primero que recuerda don Carlos es a don Gonzalito, uno de los visitantes más recurrentes de la sala de audiovisuales de la BLAA. Don Gonzalo aseguraba que se había visto toda la colección de la sala, que cuenta con más de 2.000 películas, 7.700 documentales y más de 56.000 diapositivas con exposiciones de arte filmadas en la biblioteca. Don Gonzalo se asustaba cuando le aparecía una mujer desnuda en la película y se quitaba los audífonos y pedía que le quitaran esa película porque no quería verla, “deberían censurarla”, decía. Carlos González lo recuerda porque, además de preocuparse todos los días en buscar una nueva película con qué sorprender a don Gonzalo, el viejo llevaba cerca de cinco meses sin ir a la sala antes de que Carlos fuera cambiado de sección, “o se murió o ya no puede volver a la sala por su enfermedad”, dice el analista.
Algo en lo que sí concuerdan los funcionarios de esa sección es que son La vendedora de rosas o Las muñecas de la mafia, los títulos más solicitados, por los mismos recicladores y habitantes de calle. Eliana asegura que Las muñecas es su seriado favorito, pero cuando se le pregunta por qué, solo tuerce la cara, alza los hombros y sonríe, en un gesto que solo quiere decir “usted sabe por qué”, admira la vida de las mujeres de esa novela.
Y en una relación simbólica de contenidos y visitantes se esboza la historia que tiene ese cine de pantallas pequeñas. No siempre fue un lugar de personas que pasaban el tiempo frente a una pantalla o dormidos en una silla como si fuera el televisor de su casa, al comienzo fue lugar similar a las películas más vistas, un tanto violento.
Según cuenta Carlos Gonzales, a inicios del 2008, la sala era un sitio recurrente de jóvenes delincuentes del centro de Bogotá. “Llegaba un grupo de cuatro o cinco muchachos, pedían una película y se sentaban a verla, a los quince minutos empezaban a sacar celulares, billeteras, cadenas. Tome, este pa’ usted, este pa’ usted. A repartirse lo que se habían robado”, recuerda el clásico analista de la sala de audiovisuales.
Otros no solo se repartían el botín, también llegaban con botellas renvasadas de trago o a buscar a quién robaban dentro de la sala. “Tratarse con esta gente fue difícil”, acepta el funcionario, cuando él veía ese tipo de acciones cortaba la película y les solicitaba el retiro, lo que ocasionaba molestias entre los personajes que llegaron hasta amenazas contra don Carlos.
Nadie se imaginaría que un funcionario de una biblioteca tuviera que forrar una varilla en papel periódico para defenderse de los delincuentes, jóvenes armados que lo insultaban por imponer las normas básicas de convivencia al interior de la sala. Pero esta no fue su única herramienta para lograr lo que es hoy el pequeño cine, también fomentó el aseo personal para aquellos “malolientes”, como le llamaban los compañeros de la biblioteca, les regaló tinto a los viejitos que juiciosamente llevaban su pocillo para compartir clandestinamente el termo que le daba la biblioteca al funcionario. También creó un catálogo impreso para aquellos que no sabían utilizar un computador.
Al igual que don Gonzalo, Eliana, Gustavo o Miguelito, la mayoría del público asiste a la sala diariamente desde hace muchos años, la pareja de recicladores lleva ocho años yendo al mediodía. A esta sala asiste un público casi permanente, que se reconoce entre sí mismo, pero que prefiere la soledad y tranquilidad de los audífonos y la pantalla que le proyecta sus películas.