El tercer hombre que entró fue el patrullero Edu Pacheco, mientras que los dos auxiliares de policía se detuvieron en el centro de la casa. Se encontraron con lo que la gente del barrio murmuraba: dos menores abandonados. Al lado izquierdo de la habitación estaba una estufa de dos puestos, una cama vieja, y mil pesos de pan de hace dos días. El niño de 8 años, que se tomaba el papel de hombre de la casa y padre de su hermano, miró a Pacheco, el patrullero. Con miedo y las manos en su pantalón remendado, corrió despacio hacia atrás como si una gran amenaza se vinera sobre él y su protegido de 5 años.
“Mi mamá salió este lunes a trabajar, ella se va con los señores que le pagan, y acá nos dejó los $10.000, ella vuelve los domingos”, le dijo al patrullero el pequeño de 8 años, de piel blanca, y de mejillas sonrojadas.
Mientras los auxiliares revisaban el lugar, en busca tal vez de una prueba que los hiciera pensar que los menores relataban mentiras, no me pude contener y realizar un pequeña inspección: la cama, las paredes aún sin pintar, y el piso de cemento dibujaban las condiciones de abandono que muchas vecinas, como doña Olga o Doña Clara habían advertido.
Cuando Pacheco trataba de manejar la situación y calmar al menor que ya estaba entrando en un choque de nervios, y se escondía detrás de su hermano mayor, los auxiliares encontraron la prueba que podía justificar el trabajo de la madre.Unos volantes con la leyenda: “servicio todo incluido 25.000 pesos, jacuzzi, bar” y en el fondo una sensual y poco vestida mujer, confirmaron el tipo de oficio.El patrullero llenó los documentos necesarios y se dispuso a oír los testimonios de varios de los vecinos quienes advirtieron del suceso que ocurría en el lote 5 de la loma Altos de Cazucá.
A las 7:00 pm llegó la patrulla con los menores, a la sección de Policía de Infancia y Adolescencia de Soacha, se tramitaron los documentos pertinentes con el comisario de familia, mientras los niños dialogaban con la psicóloga y contaban la misma historia por cuarta vez.
Esta dependencia de la Policía trabaja diariamente y “se descansa un fin de semana cada vez que se puede, digamos cada 15 o 20 días”, comentan varios patrulleros y auxiliares que se disponen a servir algo de café con el fin de seguir la noche, de tomar fuerzas para entonces evacuar la patrulla con cuatro jóvenes y sus historias que prefirieron el bazuco de $2.000 que el cuaderno de $1.500.
La patrulla, a la que todos le corren, dejó que saliera el primero. Un joven delgado, con gorra, y pantalones anchos a media cadera. Lo hizo sigilosamente, con la mirada hacia abajo, y con desilusión de no haber podido escapar como algunos de sus compañeros. ¿Y el motivo de la aprehensión?: robaba celulares en el parque de Soacha con el fin de comprar algunas papeletas de droga y, si sobraba algo de dinero, comer más adelante. A sus 15 años y con la mirada larga por el efecto que el revuelto con ladrillo y droga le ha dejado, cuenta que dejó sus estudios en quinto de primaria, y que prefiere las noches de peligro y drogas.
“Es que ¿para qué más? sólo hay que saber leer y escribir, y eso pues ahí lo aprendí, pero es que la vida acá no es tan fácil”, me dijo cogiendo su chaqueta de un color más bien rucio, y entrando por cuarta vez en su vida donde el comisario.
“Ese chino ahora sí se lo llevan a Tunja”, comentó en voz alta Pacheco.
En Tunja se encuentra el centro amigoniano, a donde son llevados los jóvenes que tienen más de tres reportes en su historia. Es en Tunja y no en Bogotá, o en Cundinamarca, porque en todos los sitios hay sobrecupo, y cada día aumenta el número de jóvenes que cometen delitos.
Oigo que en otra oficina llaman a los papás de los demás menores, 2 son hermanos y delinquen cada viernes en el barrio León XIII, en límites con Bogotá. Esta vez llevaban dos bicicletas y había “carteriado” a unas cuatro señoras. Sus rostros no mostraban más que rabia cuando el patrullero les mencionaban sus derechos, y el por qué, gracias al código del menor, no podía esposarlos. Cada uno tenía 14 años. Pero sus manos no eran las de un joven de esa edad, más bien estaban quemadas, huesudas, y callosas.
“El que no se sabe cuidar le va mal, por eso hay que saber manejar el cuchillo y cualquier cosa con la que uno se pueda defender”, dijo uno de los menores al observar que mi mirada no avanzaba más de sus manos.
A él y a su secuaz les espera una noche en el Centro Especializado para Adolescentes (CESPA), en este centro de reclusión transitoria pasarán alrededor de 48 horas, pues es viernes y sus padres podrán recogerlos el lunes.
Por último, el personaje que completaba los primeros cuatro detenidos de la noche, era una mujer. Esta joven de 17 años, embarazada, lloraba y acariciaba su vientre. Fue aprehendida por tráfico de drogas en el parque de Soacha. Le incautaron más de 100 papeletas de bazuco, y algo más de $50.000.
La patrullera que la requisó tenía un aspecto más bien calmado, más bien triste, pues le observaba el vientre con decepción. La joven detenida se quedó mirándola y le dijo “cuidado con el bebé, ahora sí es lo único que tengo”, pues es más de la tercera vez que se encuentra en la misma situación, y con la misma persona requisándola. “La patru”, como le dice, sólo agacha la mirada y con un gesto de desaprobación vuelve a su escritorio e inicia los documentos para el traslado de la joven.
Se repite la escena en la patrulla. Empieza la nueva ronda. Hasta el momento van dos, pues el número depende de lo grave de los casos y del tiempo que se gaste en cada papeleo. Esta vez es más tarde (10:00 pm) y con el frio más intenso.Suena el radioteléfono. Una llamada de la unidad de vigilancia advierte de un par de atracos, una “chiquiteca”, y más de 20 menores que no han respetado el toque de queda impuesto por el decreto 0189 de la Alcaldía Municipal, que prohíbe que adolescentes estén en la calle después de las diez de la noche y hasta las cinco de la mañana.
El frío congela a los patrulleros que se bajan del carro. Una canción de reguetón avisa dónde es la “chiquiteca”. La puerta se abre y muestra a dos menores uniendo sus cuerpos al ritmo de una canción. Es el llamado baile del “choque”. Ella, con ombliguera y pantalón blanco, pone sus manos contra la pared, y curvando sus brazos espera a que su compañero la tenga de la cintura. Él, con la cara aún de niño, con mucho más gel en el pelo que los demás menores en la fiesta, se retira de la joven, y sale huyendo cuando observa el reflejo verde fluorescente de las chaquetas de los policías. El círculo que se había formado para observar el espectáculo se rompió cuando la gruesa voz de uno de los patrulleros dijo: Buenas Noches.
El protagonista del baile no pudo correr más de 5 metros antes que un auxiliar lo tomara por el cuello. El lugar de la fiesta era una casa supuestamente familiar, de tres pisos, en una vía pavimentada. La entrada costaba $2.000, el trago y las drogas se vendían en uno de los baños de la casa.
“Esto de chiquiteca no tiene nada”, replicó el patrullero Pacheco.
La fiesta se terminó. Unos no avanzaron más de media cuadra hasta que los auxiliares los retuvieron, otros se escondieron en la casa, pero fue en vano, pues las luces delataron tanto sus rostros avergonzados, como el desorden, los cd´s piratas de Daddy Yankee en el suelo, cigarrillos, y una que otra papeleta de bazuco.
Esta vez la patrulla va repleta con más de 15 jóvenes “no es mucho para lo que a veces hacemos, pues en la noche de quincena detenemos hasta 250 menores”, comenta Javier, uno de los auxiliares.
El rostro de un menor me era conocido, tal vez por eso llamó la atención y se escondió a las preguntas. Era un joven estudiante al que vi ese viernes en la tarde, cuando subí a un Colegio Distrital para acompañar a los patrulleros en una jornada de prevención de las drogas. Creo que me llamó la atención porque tenía en su rostro una cicatriz muy marcada.
De contextura delgada, con ojos saltones, y manos largas, el joven se sostenía del camión de la policía. Un hueco lo llevó hasta el techo donde, con la mediana luz de la noche, pude observar bien su rostro. Sí. Era el mismo joven a quien en esa tarde los auxiliares le hablaron sobre el peligro de las drogas y el consumo de alcohol.
A las 12:30 am del sábado llegamos de nuevo a la sede de la policía. Se repitió el procedimiento: papeleo y analizar quién será judicializado, qué delito es más grave, y tratar de conseguir datos para llamar a los padres.
“Esa es la parte más difícil, ellos nunca quieren que llamemos a los padres, se inventan nombres y teléfonos, hasta se hacen los locos”, dijo la psicóloga de turno mirando a uno de los jóvenes.
A las 4:00 am se realiza la última ronda. El cielo azul empieza a dar su bienvenida y el frío está en su punto máximo para empezar un nuevo día.
El sol regala algunos visos y los rostros de las 19 personas que trabajan en este edificio de 4 pisos, más bien nuevo, se van despidiendo, no sin antes, recibir la última llamada del radioteléfono. El caso: un joven consumidor.
Pacheco se reúne con su grupo de confianza. Llevan más de 18 horas en pie y sus reflejos ni sus pensamientos son muy claros.
El joven consumidor de droga ya casi cumple 18 años, y es la primera vez que sube a la patrulla. Con las caras agotadas, y el sol golpeando ahora más fuerte, un auxiliar que no le lleva más del año le dice.
“No debería estar acá, me está quitando el sueño y usted… ¡ya casi es de mi edad!”