Colección de adioses: la crónica de una duelo

Sábado, 15 Marzo 2025 22:10
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Tras la muerte del periodista Armando Caicedo, su esposa, Catalina Martínez, quien tuvo que decidir si aferrarse o no a su memoria, hoy se enfrenta al proceso de liquidación de su editorial Palabra Libre.

 

 

 

||Foto 4. Escultura del Niño Jesús en su base de madera, recuperado por Armando en su viaje a Santander.|Foto 3. Catalina y Armando en la playa, con esta foto la mujer recuerda el segundo aniversario de la muerte de su esposo.|Foto 5. Catalina, Johanna, Julieta y Armando en la feria del libro del 2018.||| ||Foto 4. Escultura del Niño Jesús en su base de madera, recuperado por Armando en su viaje a Santander.|Foto 3. Catalina y Armando en la playa, con esta foto la mujer recuerda el segundo aniversario de la muerte de su esposo.|Foto 5. Catalina, Johanna, Julieta y Armando en la feria del libro del 2018.||| ||Por: Stephany Díaz.|Crédito: @dcatalinamar .|Crédito: @armandocaideog .|||
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Catalina se sienta en el piso de madera con las piernas cruzadas. Está frente a una biblioteca de madera oscura, de esas que parecen hechas por un carpintero, no por ese material endeble de los muebles armables que venden en los almacenes de cadena. Ahí reposan varios libros que tienen su lomo desgastado por alguien que debió leerlos varias veces. 

La mujer de ojos cafés suspira. Abre el cajón de la parte de abajo del librero. Toma un sobre de manila de un color envejecido. En la parte superior se lee un nombre escrito a mano: Armando Caicedo.

Me quedé con objetos pequeños que representan cada una de esas cosas que Armando teníadice esbozando una sonrisa que no le llega a los ojos.

Catalina Martínez tuvo tres vidas y tres duelos. Una independiente, otra como esposa y la última con la memoria de su esposo. En la primera se tuvo que despedir de su familia, en la segunda del que fue su compañero por más 20 años y en la tercera, soltar aquellas colecciones que ya no solo representan la fe de su pareja, sino la suya.

 

La exhibición permanente

Durante décadas, incluso antes de volverse periodista, Armando Caicedo empezó a coleccionar objetos que daban cuenta de sus experiencias de vida. Adoraba su colección a tal punto de que construyó su casa pensando en cuál sería el lugar para cada cosa, especialmente en la escultura de un Niño Jesús que sobrevivió a un terremoto. 

Quienes conocieron a Armando dicen que su gusto por coleccionar estuvo desde siempre. Fue fomentado por los regalos que le traía su padre de sus numerosos viajes alrededor del mundo como militar. Su hermano, Germán, recuerda que cuando eran pequeños vivieron en Florencia, Caquetá, en la guarnición del batallón de la Sexta Brigada. Años después iba, junto a sus otros dos hermanos, Ernesto y Fernando, cada domingo a visitar a Armando. Pues así como su abuelo y su padre, él también hizo una carrera militar, una herencia familiar de la que obtuvo los rifles que tenía expuestos en su casa.

Catalina llevaba un mes de conocer a Armando cuando él decidió invitarla a su casa en Yerbabuena, donde ya llevaba viviendo un poco más de diez años. Al cruzar la puerta supo que aquella era una casa sin igual. Parecía un museo. Cada cuarto tenía una temática: desde una estética de cazador para la sala, que tenía los rifles antiguos; un bar de los Estados Unidos de los años 70 para el comedor, hasta objetos marítimos para la sala de juegos. Cada cosa pertenecía a su sitio. Estaba fascinada, cada vez que abría un cajón encontraba un objeto nuevo. Podía ir a la casa incontables veces y seguir sin conocerla por completo.

Como buen museo hubo un recorrido. Catalina podía notar la ilusión del hombre mientras le contaba las historias de cómo había conseguido cada objeto. 

Cartagena, década de los 80

Recibí una llamada del anticuario. Como ya éramos de confianza, era el primero al que llamaban cuando encontraban algo nuevo que pudiera interesarme. Fui a la playa para ver las balas de cañón de las que me hablaron. Al fondo escuché un tintineo grave: pin, pin, pin. Veo un hombre con cincel y martillo intentando quitar la costra de coral que se le formó a una campana. Me acerqué. En la parte que no se había deteriorado se podía divisar un año: 1619. Sin dudarlo dije: “me la llevo”.

Colección de adioses

Foto 2. Campana colonial que Armando compró en el anticuario. Cortesía: Sara Giraldo Martínez.

Distancia

En aquel entonces Armando trabajaba en Telecom, que tenía el monopolio de las comunicaciones en Colombia. El gobierno de César Gaviria quería que este mercado se abriera, pero los sindicatos no estaban dispuestos a ceder. En respuesta, organizaron un paro histórico, la semana de las orejas frías, que dejó al país incomunicado por completo: Sin teléfonos, sin internet, sin transacciones bancarias, silencio total. 

“Armando fue contratado como asesor en comunicaciones de la presidencia y Telecom, pero los sindicatos no cedían. La presión fue tan fuerte que le dijeron a la guerrilla que él quería destruir la empresa y arrebatarles sus empleos. Una noche, mientras estábamos en la casa, la policía llegó a evacuarnos, pues era posible que secuestraran a Armando”, afirma Catalina.

El 1 de octubre de 1999, Armando tuvo que irse a Estados Unidos por las amenazas en su contra. Al cabo de un mes volvió pensando que los ánimos se habían calmado, pero al ver que no era así se fue, esta vez para no regresar.

—Él pensaba que iba a estar por fuera como mucho dos semanas. La casa quedó como si hubiera salido por la mañana a trabajar para luego regresar en la tarde, solo que quedó así por diez años— dijo Catalina suspirando.

En su intento por reunirse con Armando, Catalina aplicó para la visa, pero se la negaron tres veces. Ella no podía ir a Estados Unidos, él no podía venir a Colombia. Por cuatro años se vieron esporádicamente en terceros países: México, Panamá y República Dominicana. A pesar de la negativa de la mamá de Catalina, quien no estaba de acuerdo con que estuviera con una persona que tenía que huir, se casaron.

En cada uno de esos viajes, Armando le pedía a Catalina que le llevara cosas que necesitaba para trabajar. Sin embargo, de las primeras cosas que le pidió no fue un libro, ni un documento, sino una astilla de la base del Niño Jesús que había conseguido tantos años atrás y que cargó en su billetera hasta el día de su muerte.

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Cúcuta, década de los 70

Santander ya era como mi segundo hogar. Como siempre, a donde iba buscaba objetos y esta vez no era diferente. Para encontrar hay que preguntar y para mi suerte me encontré con un sacerdote que apenas le conté de mi colección, me dijo:

Yo tengo una cantidad de cosas guardadas de la iglesia que se dañó en el terremoto.

¿Cuál iglesia?

La del Santo Rosario, donde se firmó la primera Constitución.

De aquella iglesia ubicada en la Villa del Rosario de Cúcuta, lo único que quedó en pie fue declarado monumento nacional. Las cosas que quedaron en esa bodega estaban deterioradas, pues no hay mucho que sobreviviva a un terremoto de magnitud 6.8. Además, el tiempo ya les había pasado factura. 

Tres objetos llamaron mi atención: un lienzo del Sagrado Corazón, que en el momento no desdoble por lo deteriorado que estaba; partes de madera que pertenecían a un confesionario, y la estatua de un Niño Jesús, que a pesar de tener las manos rotas, estaba en una sola pieza.

Me llevé los tres, pero ese niño tenía algo especial. Había sobrevivido No lo iba a restaurar. Lo único que iba a hacer era un marco con la madera del confesionario para el lienzo.

Catalina aplicó una cuarta vez para la visa sin muchas expectativas, esta vez para estudiar en Wisconsin. Armando se encontraba trabajando para la agencia de noticias Efe en Washington, pero había pedido un traslado a España para poder vivir por fin con su esposa. Los planes estaban hechos: tenía el trabajo, vendió el apartamento, los muebles. Sin embargo, Catalina recibió una noticia: su solicitud de visa ha sido aprobada. 

En vez de tomar un vuelo a Madrid, Catalina llegó a Washington, donde por fin se reunió con Armando para iniciar una vida juntos, esta vez no en una casa llena de objetos sino en un apartamento vacío. Vivieron en Wisconsin un tiempo, pero cuando el invierno estaba a punto de empezar se mudaron a Miami, donde vivieron los siguientes diez años.

 

Volver para irse

Cuando ya llevaba siete años viviendo fuera del país, Catalina pudo reencontrarse con su familia en Colombia. Todos se reunieron en la casa de Yerbabuena y como parecía ser tradición, hubo un recorrido.

Después de haber ido tantas veces a ese lugar, Catalina ya sentía esos objetos y sus historias como propios. Se acopló a tal punto de, según ella, “convertirse en parte de la casa”. En aquella ocasión ella fue la encargada de guiar a sus hermanas Julieta y Johanna, a su mamá y a sus sobrinos por las colecciones.

***

Ya iban varias veces que Johanna había visto a su hermana Catalina actuando de forma extraña, respondía de forma vaga cada vez que le preguntaban por la salud de Armando. Algo no iba bien, podía sentirlo.

—Catalina no nos está diciendo toda la verdad— dijo Johanna mientras arrugaba los labios.

—Yo siento lo mismo, pero no sé qué podemos hacer— respondió Julieta.

—Voy a ir a Estados Unidos. Quiero ver que todo esté bien.

Dos semanas después, Johanna regresó de Miami. Su tristeza era notoria. La emoción que sintió al ver a su hermana se vio opacada cuando al entrar al apartamento encontró a su cuñado postrado en una cama y a Catalina completamente sola, cuidando de él.

Pero Armando ya tenía claro que quería morir dignamente, solo era cuestión de tiempo para prepararlo todo. La pareja tomó un vuelo a su país natal, aquel que habían dejado tanto tiempo atrás y en el que, según Catalina, su esposo ya no se hallaba viviendo

 

Todo estaba arreglado. Aquel, el último día de Armando, la pasaría con Julieta, mientras los trabajadores de las empresas de sus hermanas, Catalina y Johanna, preparaban la mudanza. Al mirarlo, la mujer supo que ese no era el hombre que había conocido años atrás. 

—Me imaginé qué estaría pasando en Yerbabuena: gente por todas partes empacando la casa para guardarla en una bodega, para guardar toda una vida en cajas. Igual, a él no le importaba la casa, sino las cosas— dijo Julieta en voz baja.

Armando murió. Después de que lo recogió la funeraria lo tenían que llevar a cremar al día siguiente, no a los dos días como se acostumbraba, el Covid no lo permitía. 

—Catalina, Johanna, mi mamá y yo lo cargamos hasta los hornos crematorios. Lo metimos y eso fue todo. Él no creía en los ritos ni en las ceremonias. No necesitaba eso para estar bien con Dios— continúa la mujer de cabello negro.

Armando, dentro de las muchas cosas que hizo antes de morir, fue preparar a Catalina. Ella sabía qué tenía que hacer. 

 Colección de adioses

Foto 3. Catalina y Armando en la playa, con esta foto la mujer recuerda el segundo aniversario de la muerte de su esposo. Crédito: @dcatalinamar

 

—Sí, estaba triste, pero no lloró a mares. Sabía que Armando se había ido a estar mejor y eso lo valía todo. Aunque se amaban y mi hermana lo hubiera cuidado toda la vida, el que se haya ido también fue una liberación para ella— pero incluso con su postura despreocupada, hay un atisbo de nostalgia en la voz de Julieta.

Armando le dejó sus colecciones a su esposa, porque a sus hijos no les interesaban, y le instruyó que convirtiera los objetos en dinero, pues lo iba a necesitar. Sin embargo, durante los dos años siguientes Catalina recorrió, de un lado a otro, con los objetos de su esposo. Sus hermanas le ayudaban en lo que podían, pero le insistían en que soltara. Ambas estaban seguras de que lo que menos hubiese querido Armando sería ver a su esposa aferrada a sus cosas.

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“Todo puede desaparecer. En un momento cualquiera”

“Todo llega a su momento”, dice Catalina mientras mira alrededor de la habitación, fijando unos segundos la vista en cada objeto: el librero, el Niño Jesús y una cajonera. Para ella el haberse demorado tanto en soltar los objetos fue por falta de oportunidades, no tenía nadie a quien dárselos. Para Julieta se reducía a que no quería, ni estaba lista. No importaba cuanto la presionaran. Cerró el ciclo el día que así lo decidió. Todo llega a su momento.

Catalina tenía un montón de objetos excéntricos en una bodega y no hacía, sino preguntarse cómo los vendía. Averiguó. Buscó. Pasaron dos años. Nada. 

Siempre hay una persona que sabe lo que necesitas. En este caso fue una señora que vive en el barrio Los Rosales en una de estas casas llenas de cosas, pero que sus hijos no tienen interés ni por las porcelanas, ni los cuadros, ni los muebles. 

La mujer, quien se dedica a vender antigüedades, le prometió hablar con sus amigos y conocidos para ver a quién le interesaba. En un mes Catalina vendió todo. Ahora piensa que de no haber esperado, hubiera botado las cosas. 

De las colecciones, Catalina guardó tres cosas: el Niño Jesús, la campana y un espejo que Armando le compró a una reconocida presentadora. El primero para cumplir la promesa que le hizo a su esposo de conservarlo. Sigue intacto: las manos rotas y el color de su túnica, casi desvanecido por los años que pasó junto a la ventana en la casa de Yerbabuena. Catalina le sopla el polvo que se le acumula, no lo limpia con nada más, no quiere que se le corra más la pintura, ya desgastada de por sí. Cuando habla lo mira. Pareciera que la mira de vuelta.

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Foto 4. Escultura del Niño Jesús en su base de madera, recuperado por Armando en su viaje a Santander. Por: Stephany Díaz.

Se quedó también con muebles que pensó que le serían funcionales al mudarse con su mamá: el librero, la cajonera, el juego de alcoba y un sofá. Todos, muebles que Armando tenía en su cuarto. 

—Ella insiste en guardar las cosas. Insiste. Pero es que ella es así con todo— dice Julieta con una sonrisa, mientras niega con la cabeza.

Y aunque afirme que el dejar todo para irse a Estados Unidos y empezar de cero le enseñó a ser desprendida, lo cierto es que acepta que sigue guardando lo que para ella es especial, como las tarjetas que sus hermanas le enviaban cuando vivía lejos. Si se tuviera que ir y solo se pudiera llevar dos cosas, seguiría cargando al Niño Jesús y la camándula que le dieron en su primera comunión. Pero al tiempo insiste en que si se fuera a otro lugar empezaría en una casa distinta, con muebles distintos, con todo distinto.

Catalina ha tenido tres vidas: en la primera estaba rodeada de las cosas de Armando, en la segunda no tenían nada y lo que consiguieron era de los dos, en la tercera hizo las cosas de Armando como suyas. Ya no le tiene miedo a soltar y ahora se enfrenta a un nuevo duelo: cerrar la editorial que fundó junto a su esposo.

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Foto 5. Catalina, Johanna, Julieta y Armando en la feria del libro del 2018. Crédito: @armandocaideog

 

En el piso de la habitación están regados los archivos que muestran lo que fue la carrera profesional de Armando: libros, ensayos, caricaturas, cassettes. Un hombre que también tuvo muchas vidas y fue muchas cosas: militar, publicista, escritor, pintor, presentador. 

Catalina levanta la vista del piso y me mira fijamente mientras parece rememorar algo en su cabeza. Con una sonrisa en el rostro, aquella que no se le borra de los labios dice:  “El otro día, viendo las noticias de Los Ángeles, de cómo se quemaron esas casas millonarias, con muchísimos lujos, con muchísimas cosas. Me di cuenta de que nos aferramos a las cosas y las cosas son efímeras. Sí, estamos aquí y si las tenemos las disfrutamos y le tenemos sentido. Pero hay un momento en que todo puede desaparecer. En un momento cualquiera”.


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