Nobleza y nostalgia: El castillo francés de Medellín

Miércoles, 15 Noviembre 2017 15:19
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Érase una vez, en algún lejano reino dentro de Colombia, un castillo que se irguió en plena urbe, en donde su nobleza jamás fue feliz para siempre: Plaza Capital lo lleva de viaje a una experiencia que solo se encuentra en la capital antioqueña y es símbolo de su cultura. 

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Medellín es la ciudad inclinada que imita la forma de sus montañas. Tan inclinada, en efecto, que tiene la estructura perfecta para representar al castillo medieval del pico de la montaña que aparece en los cuentos de hadas. Así, inmiscuido en medio del bullicio urbano, de los edificios distinguidos en el costoso y renombrado barrio El Poblado, un castillo francés de 1930 conserva la paz y el romanticismo simulado para el cual fueron pensados sus jardines, alcobas, torres y decoración: El Museo del Castillo es hoy en día pieza de la cultura paisa luego de haber albergado en sí el amor y la desgracia de una de las familias más prominentes del siglo XX en Antioquia: Los Echavarría.

Las torres no son altas, en realidad poseen la altura reducida de cuatro pisos por máximo. Lo que las distingue, a las dos, son los techos rojizos y puntiagudos que llevan a creer que se camina junto a alguna atracción de Disneyland más que frente a una imponente construcción gótica. Pero su magia arrobadora está fraguada en la particularidad de sus detalles que conservan la arquitectura europea de otra época: Ventanas en arco, balcones que se destacan de su fachada, puertas altas, vitrales decorativos e iluminados y anchas terrazas con sus respectivas escaleras encanecidas por la mugre y el clima. Es así como una atmosfera distinta recubre ese recinto del ajetreo citadino en Medellín; por poco más de hora y media sentí que me había perdido en algún rincón del tiempo.

Entonces ocurrió…¡Alguien había arrancado una rosa roja del precario rosal que colindaba al castillo! Sí, ese del jardín francés: con sus fuentes cristalinas que reflejaban la silueta estilizada del castillo. Con sus caminos serpenteantes que dibujaban el derredor del palacio, cubriendo su centro con un prado verde y algunas bancas y farolas metálicas. Con sus rosales desvencijados que sostenían difícilmente algunas flores rosas, rojas y poco más que maleza. Sí, habían arrancado una rosa de este mismo lugar. ¿Dónde estaba la bestia del castillo francés en La bella y la bestia, que había apresado al padre de la protagonista por robar una rosa de su jardín? ¿Dónde estaba la justicia mágica y mitológica que en los cuentos de los hermanos Grimm actuaba ipso facto? Nadie salió a su encuentro.

Con la molestia que ello me había generado luego pensé que tal vez era este era un castillo que se había acostumbrado a las pérdidas: aquí, yuxtapuesto a la belleza gótica, se esconden a simple vista de los turistas dos historias de desgracia familiar. Como en cualquier novela de suprema elegancia, opulencia y distinción social, la tragedia es el tinte favorito para hilar la narrativa: En una época de acelerado crecimiento industrial, José Tobón Uribe, fundador de la farmacia Pasteur, pretendía regresar siglos atrás mandando a construir este lugar con planes traídos de Europa. Su propósito, aunque noble, duró poco y cuando ya estuvo terminada la estancia pudo disfrutarla por los ocho meses que duró su vida antes de un infarto fulminante. La viuda le vendió la residencia al hijo del fundador de Coltejer, Diego Echevarría, un hombre trotamundos, con un paladar que se había formado en la cultura occidental del viejo mundo y para quien el castillo caía como anillo al dedo. ¿Anillo? ¿Sería este el Anillo Único que llevó a tantos a la agonía en la obra ficticia del Señor de los anillos de J. R. R. Tolkien? La ficción podía quedarse corta ante la realidad, pero era posiblemente un precio advertido, y más que prudente, a pagar por querer vivir según la historia de un cuento fantástico en semejante castillo.

Diego Echavarría, en sus viajes por el mundo, se enamoró de la alemana Benedikta Zur Nieden. Qué mejor final para dicho idilio amoroso internacional de siglo XX que vivir bajo la majestuosidad de un castillo. Dicha realeza tuvo como única descendencia a una niña llamada Isolda Echavarría y según la vida que tuvieron, hoy en día está ordenado el museo para hablar de la época, relatar su historia y contar sus recuerdos.

Yo, un amante empedernido de la aristocracia, los palacios, los castillos y los relatos surgidos en pasillos medievales, encontré en este lugar una intimidad nobiliaria que hubiese querido vivir en piel propia, imaginándome mi vida en las holgadas recamaras y salones que recordaban, para mí, algo tan clásico, pero ambientado según la modernidad, como lo era la casa de Dorian Gray en la obra solemne de Oscar Wilde, otro dandi de la historia. Nueve salas con amoblado y decoración emblemática y escogida según sus dueños configuran el recorrido. Pero entrar es respirar por entre vientos y fragancias conservadas que incluso hacen que el viento suene, con cantar de pájaros y la melodía de musas, a otro momento distinto, y que, por supuesto, uno encarne un personaje en esta dinámica narrativa: todos los presentes eran príncipes temporarios de la fantasía que les propiciase el castillo.

La primera planta albergaba los lugares sociales: Salones, comedores, halls. No se muestran ni los baños ni tampoco la cocina, dado que desde un principio los Echavarría fijaron que el destino del castillo sería convertirse en museo y por tanto quedó la consigna de que no se mostrarían estos espacios para seguir manejando esa visual de castillo europeo hacia el público. Con suelos de madera, tallados especiales en las paredes, alfombras persas, venecianas, y demás, los gustos más primorosos de los dueños se encontraban situados como quien conserva la espera de que alguien va regresar pronto y no se convence aún de la idea de que se ha ido para siempre; un castillo de la nostalgia.

Don Diego, como aun lo llaman, era amante de esos viajes que habían enriquecido su juventud y que no pretendió abandonar nunca en su adultez. Así, la casa se acicalaba de los regalos que con frecuencia llevaba a casa para Isolda y Benedikta: juegos de porcelana completos de Dinamarca, Francia, Japón, Inglaterra y Holanda. Figuras de zapatos en el mismo material traídos de todo el mundo, y platos pintados con flores. Era amante de Beethoven, tanto como de Mozart, así en el salón contiguo al Salón Luis XV había exhibido esculturas de ambos talladas en mármol que alumbraban el piano de cola, y los vitrales de la Virgen María y el Niño Jesús: no se sabía con certeza si su devoción más firme estaba con la música o con la cristiandad. Pero su afinidad con sus raíces no permitió que quedase exento el orgullo patriótico. A Diego Echavarría se le recuerda como filántropo de su departamento, y en el museo partes de dicha tradición paisa coexisten con sus recuerdos universales: El carril y la silleta, dos símbolos antioqueños, la primera tela que se logró vender en Coltejer, imágenes de Itagüí, municipio al cual donó buena parte de su fortuna, y sombreros, ruanas, dentro del baúl de antigüedades.

Luego de ese primer recorrido había quedado en mí el brillo de tan inmaculados objetos, de la colección milenaria de Don Diego de cucharas de plata de cada ciudad visitada. De los candelabros colgando y las alfombras rojas que se deslizaban por entre la escalera caracolada del hall principal. Cuando sentía que la suntuosidad no podía ser mayor, encontré una pieza que podría costar más que todo el castillo en conjunto: la careta de Beethoven vivo y muerto. Siguiendo el orden real, en el imaginario compartido del lugar, Beethoven sería el artista de su corte real, el que habría tocado para Isolda y quien ensalzara las fiestas de alta alcurnia; soñaba Diego, seguramente, tanto como soñaba yo buscando como formar parte de esta cotidianidad despampanante.

La segunda planta, dedicada a lo residencial, estaba hecha con inclinaciones a tradiciones más arcanas: La habitación de Isolda fue la herencia de los muebles de soltería de su padre, guardados para su primogénito. Además, se conversaba la habitación de Isolda de niña, con una serie de muñecas con vestidos típicos que su padre recogía para ella en cada periplo y que eran una competencia mayor y aterradora para el éxito cinematográfico de Anabelle. Un empapelado pastel que culminaba en la coronilla con dibujos infantiles de los cuentos preferidos de Isolda…La misma que protagonizaría, sin saberlo, un cuento propio con un tinte más trágico y sin príncipe que la rescatara, o que se rescatara a ella misma en un cuento moderno y empoderado: A los dieciocho años la joven colomboalemana viaja a Estados Unidos para estudiar. Paulatinamente se marchita como las flores del jardín en su hogar nativo, y así, como lo que es hoy, un jardín parco y apagado, Isolda queda en cama para morir raudamente de lo que se diagnosticó como el síndrome de Guilliam Barré. La princesa, por primera vez en la historia, tenía el final más crudo y cruel de la historia de los cuentistas, con un protagonismo que le duró solo 19 años.

¿Persigue la tragedia a la realeza? La Reina Isabel segunda tenía esa suculenta dificultad en su vida que había sido el argumento perfecto para la serie The Crown. Tanto como Cristina de Suecia con su sexualidad abierta y transgresora, protagónica de un filme con un mismo tinte. De repente, como recreando una escena de Anastasia, la última de los Romanov en Rusia, el polvo se vistió de un refulgente de dorado y trajo vivos a los danzantes invitados, dando vueltas por la casa sentía ese anhelo de otro siglo que perdura en quien creció incitado por las vestimentas de los emperadores, las coronas y los banquetes excéntricos en un palacio. Este era un portal que conectaba a los vivos y a los muertos con un fanatismo nobiliario sin reparos; con el cuello estirado, caminando recto y hondeando una fastuosa capa invisible de noble, continué un recorrido que había estado hecho a la medida para mí.

A Diego Echavarría lo asesinaron el 19 de septiembre de 1971. ¿Era posible? El símbolo de la felicidad, la elite y el progreso antioqueño. ¿Era posible? Vivía en un cuarto separado de su esposa para llevar un estilo de vida tan medieval y europeo como alcanzara su esfuerzo. ¿Era posible? Fue el primer secuestrado en Antioquia, y el cuarto en Colombia ¿Era posible? Con su afinidad a la literatura de Cervantes y Francisco de Quevedo ¿Era posible? Que ante la negativa por pagar un rescate fue asesinado y se encontró luego de un mes de estar desaparecido. ¿Era posible? Sí, era posible, el rey del castillo, el Santo Patrono de Itagüí, la figura pública de Antioquia y el segundo dueño de aquel palacio maldito, había muerto.

¿Qué le quedaba a Benedikta? Por un lado, el apodado dulce y, a diferencia de sus demás posesiones, tan poco ufano: Doña Dita. Una habitación que nunca tuvo la compañía de Don Diego y que hoy, cuarenta y cinco años más tarde, mantiene el aura taciturna y abandonada de una mujer que vivió para contarlo pero que contó fue con amargura. En una casa tan grande, en un castillo en el país, a Doña Dita le tocó escapar a Ditaires para no morir de pena: una finca suya en Itagüí cuyo nombre era un juego de palabras entre ese apodo cálido que le habían dado y en alusión al choque de ventiscas que de todas las direcciones llegaban hasta la hacienda. La habitación, víctima de la melancolía, es la alcoba más opaca del lugar y, tal vez, aquella que menos recuerdos suscita: la más común, la menos amplia, la de la última sobreviviente pero que se apagó primero y para siempre.

¿Y qué le queda a una historia sin rey ni princesa? Unos súbditos que nunca existieron más fueron reemplazados por admiradores y curiosos que creían que sería un mito aquello de un castillo en Medellín: no era, pues, ninguna leyenda urbana, y para demostrarlo  el castillo mismo había hecho una representación maquiavélica de los infortunios de una corta dinastía Antioqueña, una que no duró más allá de dos generaciones. La reina escaparía algún día de regreso a su Alemania natal y ahí se mezclaría dejando el título que ellos mismos habían fraguado cuando adquirieron la propiedad.

Tal vez para sellar la maldición el castillo hoy duerme bajo llave y sin nadie, más la nostalgia, que le habite. Tal vez la añoranza de sus visitantes, que le mantienen el ego arriba, es lo que ha contenido el embrujo que persiguió a sus dos únicos dueños. Tal vez era esto un cuento propio del maestro Edgar Alán Poe y de haberlo sabido desde un comienzo su final hubiese sido predecible. Tal vez, y solo tal vez, yo, mirando desde el balcón más alto hacia una Medellín colosal que se expandía, era el siguiente en la línea al trono de ese reino y no sabía si lo mío era un sueño cumplido o, pensando en los antecedentes, el inicio de una pesadilla.

¿Qué debería saber si usted quiere vivir esto?

  • El Museo del Castillo queda en el barrio El Poblado. Usted puede llegar hasta la estación de metro El Poblado y de ahí caminar al menos veinte minutos en dirección contraria al Parque Lleras Camargo: Saliendo hacia la izquierda en el puente que conecta la ciudad y la estación.
  • La entrada tiene un costo de 12.000 pesos colombianos (4 dolares). Usted tiene derecho al recorrido, guiado, y a tomarse su tiempo para conocer y fotografiar los jardines.
  • No se pueden tomar fotografías dentro del castillo.
  • Su horario habitual es de nueve de la mañana a seis de la tarde. Excepto los fines de semana que se acorta de diez de la mañana a cinco de la tarde. Cada media hora empieza un recorrido distinto, los recorridos se hacen con grupos pequeños.