Un día en la Clínica de Muñecos

Lunes, 06 Marzo 2017 11:36
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La Clínica de Muñecos de la Calle 80 es un lugar donde Luz Marina Vargas atiende a sus pacientes con una herramienta indispensable: una  máquina de coser marca Gemsy que le regaló su esposo hace más de 20 años.

|||| |||| Foto: Viviana Gómez Gil||||
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El día que acordé encontrarme con Luz Marina, propietaria de la Clínica de Muñecos, para que me mostrara cómo atiende a uno de sus pacientes, un fuerte aguacero casi no me dejaba salir de casa. Con botas pantaneras y un paraguas acudí a mi encuentro. En el trayecto trataba de imaginarme cómo iba a arreglar a Totoya, aquella muñeca de plástico que me acompañó en la niñez y con quien compartí los momentos más divertidos con mi hermanita. A Totoya la había llevado a la clínica tres días atrás porque lucía bastante mal. Su cabeza tenía garabatos. Los ojos estaban desorbitados. Un brazo colgaba de un hilo y no tenía ropa.

Cuando una mujer de aproximadamente 50 años recibió a Totoya la entregué con desconfianza, pues aunque mi muñeca no estaba en las mejores condiciones, había algunas que estaban peor. Detrás de un escritorio vi a una muñeca que tenía el rostro quemado y, en vez de ojos, tenía unos agujeros negros. Aquella mujer se presentó y dijo que se llamaba Luz Marina. Cuando tenía en sus manos a Totoya le dio un vistazo y empezó a escribir en una libreta amarilla. No entendía nada de lo que anotaba y solo me di cuenta que lo hacía en una hoja que llevaba las letras “Orden médica” y tenía el número 8024. Intuí que esa era la factura. Después de unos segundos Luz Marina levantó la mirada y dijo: “puede venir el sábado en la tarde a ver lo que le voy a hacer a su muñequita. No se preocupe que aquí se la dejamos como recién salida del empaque”.

Llegó el día del encuentro. En la entrada de la Clínica de Muñecos encontré la puerta cerrada y toqué el timbre mientras la lluvia se hacía más intensa. Esperé cerca de cinco minutos y Luz Marina al fin abrió la puerta. Después de pasar por detrás del escritorio donde había recibido a Totoya, la seguí por un pasillo oscuro. Noté que mi muñeca tenía en su pecho desnudo una cinta con los números 8024. Cuando caminábamos, sentí un viento helado que hacía temblar mis piernas. Llegamos al final y un montón desordenado de muñecos obstaculizó mi vista. Me aparté de allí porque sentí que uno de ellos clavó su mirada en mí. Tenía el rostro quemado, una pierna no estaba en su lugar y, sin embargo, asomaba sus dientes debajo del labio simulando una sonrisa irónica.

Traté de seguirle de nuevo el paso a Luz Marina y llegamos a un cuarto pequeño, pero aún tenía en mi cabeza la imagen del par de ojos del montón. “Bienvenida al taller. Aquí es donde ocurre la magia”, dijo Luz Marina. Aquellas palabras hicieron que dirigiera mi mirada hacia ella y repliqué: “¿magia?”. Observé detenidamente al interior del cuarto y el desorden de afuera no era nada comparado con lo que estaba al interior del taller. Trozos de tela, pedazos de hilo y unas tijeras en el suelo fue lo primero que vi. Cuando alcé la mirada no solo había un montón de muñecos sin arreglar, sino que ahora parecía que se habían multiplicado. Los ojos que me miraban fijamente allá afuera ya no asustaban tanto. Por el contrario, ver cabezas, brazos y piernas por ahí tiradas me hizo retroceder un poco. “Siga niña, adelante. Pase, pase que esos muñecos no hacen nada”, dijo Luz Marina entre risas. Le dirigí una sonrisa fingida y entré al taller. La lluvia golpeaba con mayor intensidad y sentí que las tejas estaban a punto de desplomarse.

Además de los muñecos sin reparar, en el taller había un estante repleto de telas de todos los colores. En la esquina tenía un escritorio con una máquina de coser blanca, una silla azul y una vieja butaca de madera. Luz Marina me invitó a que me sentara y, sin decir una palabra, empezó a reparar mi muñeca. La mujer, con los ojos fijos en Totoya, me hizo recordar al muñeco del montón que clavó su mirada en mí afuera del taller. Para distraerme un poco decidí preguntar algunos detalles sobre su vida. Me contó que comenzó a reparar muñecos cuando tenía veinte años, el mismo tiempo que lleva casada con José Antonio Vanegas, quien también repara juguetes. Vive en el segundo piso del taller con sus tres hijos, una de 29, otro de 23 y el menor de 14. Aquellos datos los memoricé pero no presté atención a lo que me decía porque no podía dejar de mirar lo que hacía con Totoya.

Sentada en frente de su máquina de coser, en un estrecho escritorio, lo primero que ella hizo fue un pequeño corte en la espalda de mi muñeca y luego, con fuerza, arrancó su cabeza. Quedé paralizada. Mientras sostenía la cabeza de Totoya en sus manos, intervino y me dijo que la acompañara al lavadero. Allí, ella restregó con fuerza y los garabatos fueron desapareciendo poco a poco. “¿Ve este líquido rosado?”, dijo Luz Marina. Asentí con la cabeza. “Es para que mis pacientes queden relucientes y huelan a rico”, agregó. Después de bañar la cabeza de Totoya con el líquido rosa que se volvía espumoso, la secó con mucho cuidado y volvió al taller.

Cuando regresamos, Luz Marina sacó el relleno de mi muñeca, una espuma sucia y compacta. Sin darme cuenta, debajo de su escritorio tenía una bolsa llena de espuma blanca, tomó un trozo y rellenó con él a Totoya. A pesar de que no tenía la cabeza en su lugar, el cuerpo de mi muñeca ya ahora tenía forma. Luz Marina tomó la cabeza y la puso en su lugar con un amarre de plástico que ocultó debajo de un trozo de tela. Solucionar el problema de los ojos desorbitados no fue una tarea tan complicada como pensé. Con la ayuda de unas pinzas afiladas logró ponerlos en su sitio. Totoya lucía diferente y de nuevo pude sostener una mirada a sus ojos, que ahora eran de un azul más intenso.

El turno era ahora para el hilo y la aguja. Luz Marina luchó por enhebrar y después de varios intentos lo consiguió. Creí que su vista estaba fallando, pero el problema estaba en la luz, pues el escritorio solo se iluminaba con los rayos de un bombillo que colgaba del techo. La luz era opaca. Cuando levanté la vista observé que una capa de polvo y trozos de telaraña envolvían el bombillo. Agarró bruscamente el brazo de Totoya y lo cosió a su cuerpo. El hilo y la aguja atravesaron su hombro una y otra vez, hasta que finalmente quedó en su lugar. Las puntadas casi no se notaban. Luz Marina sentó a Totoya junto a la máquina de coser. Ya no era la muñeca flácida de hace unos años, sino que ahora podía mantenerse sentada.

“Lo más importante ya está listo. Ahora voy a hacer un vestido para su muñequita”, dijo sonriendo, mientras se acercaba a la estantería de telas y agarraba una de color blanco con pequeñas flores azules. Empezó cortando un rectángulo irregular, que luego dobló por la mitad y, cuidadosamente, prendió la máquina de coser. Me comentó que aquella herramienta se la había regalado su esposo en su quinto aniversario de matrimonio. “José nunca ha sido detallista para ese tipo de cosas y esa vez me regaló algo con lo que he trabajado por 20 años. Es marca Gemsy. De las buenas”, dijo. “¿No se cansa de trabajar en lo mismo?”, le dije. “Jamás. Los muñecos siempre te agradecen con una sonrisa”, comentó ella.

Luego de haber prendido la máquina, cosió los bordes del rectángulo que había cortado. Ese trozo de tela no tenía forma, así que decidí preguntarle a Luz Marina qué estaba haciendo. Ella me dijo: “ese trozo de tela, que no tiene ni pies ni cabeza, es la falda de su muñequita. Espere que la termine de coser y verá la forma”. Mientras observé cómo cosía la tela y la aguja de la máquina de coser subía y bajaba rápidamente, empezó a contarme la historia de su niñez. Nació en Puerto Boyacá hace 50 años. Es hija de un costeño y una santandereana amantes del vallenato. La madre los abandonó cuando ella daba sus primeros pasos y su padre se casó con otra mujer. “Esa señora nunca va a ser mi madre, más bien fue una bruja, como esas madrastras que aparecen en los cuentos de hadas”, dijo Luz Marina con rabia.

Siete años después se reencontró con su madre y le regaló una muñeca. “En los 30 años que llevo trabajando aquí nunca he visto a una que se parezca a Alicia. Tenía cabello rubio que le llegaba hasta los hombros, una faldita azul y sus zapatitos negros brillaban cada vez que salía a pasear con ella por el parque del pueblo”. Un día, su madrastra, quien no soportaba verla feliz, arrojó a Alicia al basurero. “Cuando supe que esa señora fue quien botó a Alicia, juré que iba a odiar las muñecas”, dijo Luz Marina. Justo cuando ella pronunció esas palabras, la aguja de la máquina de coser se desvió y una costura atravesó la mitad de la falda de Totoya. Intentó arrancar ese pedazo de tela y mirándome, dijo: “esto es lo que pasa cuando empiezo a hablar de cosas feas y no hago las cosas con amor”.

Cuando terminó de decir esa frase, cortó un rectángulo para hacer la falda de nuevo. Luego de coser todos los bordes, cortó varios pedazos para cubrir el pecho de Totoya y formar la parte superior del vestido. La aguja de la máquina de coser hacía su trabajo y luego de dos horas, Luz Marina había gastado cinco carretes de hilo. Totoya es una muñequita muy pequeña y no entendía por qué esa mujer se demoraba haciendo el vestido. Ella empezó a contarme que Luis, su esposo, trabajó hace 38 años con Casa Reyes. “Hacen lo mismo que nosotros, la diferencia es que las dueñas no son amables. Los últimos días no le pagaban el sueldo y yo le dije ‘¿Sabe qué, Luis? Montemos nuestro propio chuzito’”, dijo entre risas. Y así fue. Actualmente la Clínica de Muñecos tiene 30 años y los viejos clientes son los más fieles. “Los que vienen son los viejitos de siempre a reparar los recuerdos de su niñez, y nosotros, por supuesto, lo hacemos con mucho amor”, agregó ella.

En Bogotá solo hay tres lugares especializados en la reparación de juguetes. El más antiguo es la Clínica de Muñecos Casa Reyes, fundada por tres hermanas y con más de 40 años de trayectoria en esta labor, donde el esposo de Luz Marina aprendió a querer a los muñecos. Luego está la Clínica de Muñecos de Luz Marina y Luis Antonio, que tiene 30 años. Por último está la Clínica Nacional de Muñecos, la más reciente de todas.

Me descuidé hablando con Luz Marina y no noté que el vestido de Totoya estaba listo. La falda ya no era un rectángulo, sino que ahora estaba abombada y un encaje blanco decoraba el borde de la misma. En la parte superior del vestido, un lazo azul atravesaba su cintura. Quitó del pecho de Totoya la cinta que tenía el número 8024 y le puso el vestido. Me la entregó y dijo: “Mire, ya quedó mejor. ¿Verdad que ahora sí tiene una sonrisa?”. Agarré a mi muñeca con desconfianza y me quedé mirándola. Así era como la recordaba. Su sonrisa y los ojos azules iluminaban de nuevo su rostro. Me recordó aquellas tardes de juego en el césped del parque cuando llegábamos del jardín con mi hermanita. Traté de comprobar que el brazo de Totoya estuviera bien. Lo jalé suavemente y estaba en el lugar que tenía que estar. “Me sorprende mucho que usted venga a este lugar. Los jóvenes ya no traen a sus muñecos. Los que vienen aquí casi siempre son muñequitos viejitos y esta es la paciente más joven que ha llegado”, interrumpió Luz Marina. “¿Joven?, pero si tiene 14 años”, dije. “Aquí me han llegado de 30 e incluso 50 años. Cuídela, parece que usted la quiere mucho”, dijo ella.

Cuando levanté la mirada, el taller de Luz Marina seguía igual. Cabezas, brazos y piernas estaban en el suelo. La luz continuaba opaca. Guardé rápidamente a Totoya en mi mochila, le agradecí a Luz Marina y estaba a punto de salir. Ella me detuvo y dijo que me acompañaría hasta la puerta. Los ojos que estaban en el tumulto de muñecos que me miraron fijamente ya no estaban. Atravesé con tranquilidad el oscuro pasillo y llegué hasta la puerta. En la entrada de la clínica, detrás el vidrio, vi el cielo oscuro. Miré el reloj y calculé el tiempo. Permanecí durante cinco horas en la clínica. Salí con 35 mil pesos menos en mi monedero.