Para una mujer que padece de cáncer, el cabello representa no solo una parte de su identidad, sino un símbolo de esperanza y apoyo. Donar cabello es un acto de generosidad y empatía, pues permite conectar con el dolor de otra mujer y ofrecerle, a través de un pequeño sacrificio, un poco de paz y confort. El impacto de esta pérdida va más allá del aspecto físico: afecta la confianza y la percepción que una paciente tiene de sí misma.
La pérdida de cabello es uno de los cambios más visibles y dolorosos. Sin embargo, hoy, en el Día Mundial contra el Cáncer, contamos las historias de Sandra Núñez, Valentina Gómez y Emma Martínez, las cuales muestran este desafío también puede convertirse en una oportunidad para la solidaridad y la reconstrucción personal.
Sandra Núñez, a sus 25 años, vivió esta experiencia de cerca. Su reflejo en el espejo le devolvía una imagen que no sentía como propia. Las ojeras, la piel pálida y la ausencia de cabello resaltaban lo que el cáncer le había quitado. “Lo primero que pensé cuando me dijeron que necesitaría quimioterapia no fue la muerte. Pensé en mi cabello, en cómo me verían los demás”.
La caída del cabello durante el tratamiento oncológico no es solo una cuestión estética. Según la doctora María Fernanda López, este efecto secundario ocurre porque la quimioterapia ataca las células de rápida división, incluidas las del folículo piloso. Para muchas, este cambio físico visibiliza su enfermedad. “El cabello está profundamente ligado a la identidad femenina en nuestra sociedad”, explica López.
Además de la pérdida del cabello, se provoca una transformación física total. Las cejas y pestañas desaparecen, las uñas se oscurecen y la textura de la piel cambia. Estos cambios pueden hacer que las pacientes sientan que su cuerpo se ha vuelto irreconocible, intensificando su vulnerabilidad.
Para Carmen García, la madre de Sandra, observar a su hija perder el cabello fue uno de los momentos más duros del proceso. Como madre, se sintió impotente al verla evitar el espejo y retraerse socialmente. “Ella siempre había sido tan alegre, tan sociable. Quisieras poder hacer algo más que solo estar ahí”, afirma Carmen con la voz entrecortada.
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El antes y después de una peluca oncológica
La obtención de una peluca oncológica de calidad puede ser un desafío tanto económico como logístico. Según Lisset Rivera, directora de AMESE, fabricar una sola peluca natural requiere de cinco a diez donaciones de cabello, y su costo puede llegar a los cinco millones de pesos. Para muchas pacientes, este costo es inalcanzable.
El trabajo de AMESE no se limita a proporcionar pelucas gratuitas; también incluye apoyo emocional y asesoramiento integral para las pacientes. Hasta la fecha, la fundación ha entregado más de 1,000 pelucas, ayudando a mujeres y niñas en su tratamiento. Rivera explica que su misión va más allá de lo estético: “El cáncer afecta algo más que el cuerpo; toca la identidad”. Por ello, acompañan a las pacientes en su proceso de reconstrucción emocional, ayudándolas a recuperar su confianza.
Sandra intentó primero con una peluca sintética que logró adquirir con sus ahorros, pero la experiencia fue frustrante. Sentía que la baja calidad hacía evidente que era falsa, lo que intensificaba su inseguridad. Ella recuerda que le daba miedo subir al bus. “Sentía que todos notaban que era falsa”. Pero, gracias al apoyo de AMESE, pudo acceder a una peluca natural.
Recibir su peluca marcó un antes y un después en su vida. Sandra describe cómo sus manos temblaban mientras la sostenía, admirando la suavidad del cabello y la naturalidad del cuero cabelludo. Al ponérsela, las lágrimas rodaron por sus mejillas: por primera vez en meses, la mujer que le devolvía la mirada era ella misma. “Cuando me miro al espejo, no veo a una paciente de cáncer, veo a Sandra. Y eso, en medio de tanto cambio, es invaluable”, dice con una sonrisa en su rostro.
El psicólogo Juan Carlos Ramírez observa que estas herramientas generan una transformación visible en las pacientes. “El lenguaje corporal cambia, la disposición hacia el tratamiento mejora, e incluso las relaciones con el personal médico se ven beneficiadas”, explica. Esto resalta cómo las pelucas no solo restauran la apariencia, sino también la confianza y el bienestar emocional de las mujeres.
Esta transformación se refleja en historias como la de Valentina Gómez quien antes de recibir su peluca, había decidido cancelar su fiesta de quince años, pues, se sentía incapaz de enfrentar las miradas de lástima. Sin embargo, todo cambió cuando tuvo la oportunidad de verse de nuevo como ella misma. “El día de mi fiesta nadie me miró con pena. Bailé, reí y fui simplemente Valentina”, recuerda con alegría.
Roberto Rodríguez, su padre, recuerda cómo recibieron la peluca gracias a AMESE. Al no tener los recursos suficientes para costear una peluca, la organización se convirtió en un salvavidas para su hija. “Ver a mi hija bailar el vals, fue un regalo indescriptible. Por un momento, el cáncer dejó de ser el protagonista de nuestras vidas”, comparte Roberto con lágrimas en los ojos.
“Cuando me vi con la peluca puesta, me sentí otra vez como yo, sin las inseguridades que había tenido antes”, recuerda Valentina. Ese día, sin importar las dificultades, pudo vivir su juventud como cualquier otra adolescente, sin sentir que su enfermedad la definía.
Otra vida que fue cambiada fue la de Emma Martínez, una niña de ocho años, que recibió su peluca en sus últimos meses de vida. Este gesto le devolvió la oportunidad de ser una niña nuevamente, porque pudo jugar y sonreír como lo hacía antes de la enfermedad. “Recuperó su infancia. Volvió a jugar a las princesas y a peinarse frente al espejo”, relata Hanna López, su madre con nostalgia.
En sus últimos meses, Emma disfrutó de los momentos de la niñez, aquellos que la enfermedad le había arrebatado. Su madre destaca cómo la peluca fue una puerta a la felicidad y la normalidad en su vida, incluso cuando el tiempo que les quedaba juntas era breve. “Esos momentos de alegría fueron lo que más atesoramos”, expresa Hanna con voz entrecortada.
Antes de recibir la peluca, Emma ya no mostraba el mismo interés por las actividades que antes solían entusiasmarla. Cuando Hanna le dijo a su hija que iban a probarse la peluca, la niña no sabía qué esperar. Sin embargo, al ver el reflejo en el espejo, la expresión en su rostro cambió por completo. “Verla sonreír nuevamente, observar cómo se peinaba y actuaba como la niña que siempre fue, fue un regalo invaluable”, relata Hanna.
A pesar de su enfermedad, Emma encontró una nueva manera de disfrutar esos días, fue como si el cáncer no estuviera presente en esos momentos. Para Emma, la peluca significó mucho más que un cambio físico; fue la oportunidad de revivir su infancia en un tiempo que, de otro modo, habría estado definido únicamente por la enfermedad.
Por eso, como afirma Rivera: “la belleza va más allá del pelo, porque las mujeres usamos la apariencia como un escudo”. Tener acceso a una peluca oncológica de calidad puede marcar la diferencia. Para Emma, como para tantas mujeres y niñas, la peluca fue más que un cambio estético: fue una herramienta que les permitió, por un tiempo, ver más allá del cáncer; les dio la oportunidad de recuperar una parte de su identidad y afrontar la enfermedad con mayor confianza, recordándoles que, a pesar de los desafíos, aún mantenían el control sobre su imagen y su vida.
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