Mientras el mundo se tiñe de naranjas y morados en los últimos días de octubre, México se prepara para una de sus celebraciones más emblemáticas. El Día de Muertos, reconocido por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, transforma cada rincón del país en un espacio donde la vida y la muerte danzan al ritmo de las memorias. Esta festividad, que ha cautivado la imaginación global, es mucho más que altares y calaveras: es un tejido vivo de historias familiares que se entrelazan con tradiciones centenarias, adaptándose y evolucionando sin perder su esencia profunda.
Por las calles de México, el aroma dulce del cempasúchil se entrelaza con el del copal, esta celebración ancestral, que fusiona las tradiciones indígenas con las católicas traídas por los españoles, cobra distintos matices según quien la vive, como lo demuestran las historias de Jazmín Yrigoyen, desde la colonial Puebla, Fernanda Sánchez, originaria de la costera Colima, y Natalia García, desde las tierras norteñas de Saltillo, Coahuila.
En la casa de los Yrigoyen, la tradición involucra a cuatro generaciones, desde los bisabuelos hasta los bisnietos. “Es como una fiesta”, explica Jazmín, mientras describe cómo en la residencia de sus bisabuelas —las matriarcas de la familia— se erige una ofrenda monumental que reúne los tributos de toda la familia extendida. La celebración se convierte en un festejo donde las risas se mezclan con los recuerdos, y donde cada elemento tiene un significado que se transmite de generación en generación.
La gastronomía juega un papel fundamental en cada celebración con variaciones regionales que enriquecen la tradición. Aproximadamente 5,641 mexicanos viven en Colombia, lo que resalta cómo las raíces culturales pueden florecer incluso lejos de su ciudad natal.
Para la familia García, desde el norte del país, la celebración es un tejido complejo de tradiciones escolares, familiares y religiosas que se entrelazan durante estas fechas especiales. Su altar de tres niveles, ubicado estratégicamente en la sala de la casa, “donde la persona solía permanecer más tiempo”, se convierte en un punto de encuentro para las tres generaciones que componen esta familia de nueve integrantes. Cada nivel del altar está cuidadosamente decorado con papel picado de colores vibrantes, flores de cempasúchil, calaveras de azúcar, y trozos de caña. “Cada objeto tiene su razón de ser”, explican mientras colocan meticulosamente cada elemento: la cruz de cal que marca el camino, el incienso que purifica el espacio, y las fotografías que mantienen viva la memoria de quienes ya partieron.
Según Datosmacro, 5,641 mexicanos viven en Colombia, lo que resalta cómo las raíces culturales pueden florecer incluso lejos de su ciudad natal. Por ejemplo, en el hogar de los Sánchez la celebración adquiere un carácter más íntimo. Fernanda, quien ahora reside en Colombia tras casarse con un colombiano, mantiene viva la tradición a través de un altar más modesto pero no menos significativo. “No es como tal una fiesta”, explica, “sino que armo mi altarcito, en mi casa pongo nada más la fotito y un par de velas y su panecito de muerto, agüita, sal, ya está”.
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Las diferencias regionales se reflejan en cada aspecto de la celebración. Mientras en Puebla los Yrigoyen despliegan una fiesta colorida y bulliciosa, y en Colombia Fernanda mantiene una celebración contenida, los García han desarrollado sus propias tradiciones que reflejan la sobria elegancia del norte mexicano. Su altar incorpora elementos tradicionales como el papel picado y las calaveritas de azúcar, pero también incluye toques únicos como la representación del perro Xoloitzcuintli, guardián ancestral que según la tradición guía a las almas en su viaje.
La gastronomía juega un papel fundamental en cada celebración con variaciones regionales que enriquecen la tradición. En el altar de los García, el mole y la calabaza en tacha comparten espacio con el tequila, el chocolate y los tamales, creando un festín para los sentidos que honra los gustos de sus difuntos. “Se hace esto porque se dice que el espíritu o alma de la persona el Día de Muertos va a degustar de todo eso”, explican con reverencia, mientras colocan cada platillo con cuidadoso detalle. El pan de muerto y las calaveras de azúcar son elementos que comparten con vecinos y amigos, extendiendo la celebración más allá del núcleo familiar.
Las actividades escolares tienen un lugar especial en la celebración de los Yrigoyen. La creación de calaveritas literarias—una composición en verso tradicional, suelen escribirse en vísperas de esta celebración. Son variadas en cuestión de versos y a veces están escritas en tono irónico o burlesco—se convierte en un momento de alegría y creatividad que involucra a las generaciones más jóvenes. “En la escuela, siempre nos reíamos de la tarea de calaveras literarias sobre nuestros compañeros y nosotros mismos”, recuerdan con nostalgia, “y también esperábamos al final para comernos las calaveras de azúcar del altar de muertos, por lo que nadie quería irse a casa”. Esta mezcla de educación y tradición asegura la continuidad de las costumbres en las nuevas generaciones, reforzada tanto en casa como en las escuelas.
Calaverita literaria | Cortesía: Mejorandomihogar
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La visita al panteón marca otro momento crucial en estas celebraciones. Los García han convertido el 2 de noviembre en un día especial donde la familia completa se reúne para orar y compartir. Durante estas visitas, las melodías favoritas de los difuntos llenan el aire mientras la familia limpia las tumbas y coloca flores frescas. “Nuestra tradición es visitar ese día 2 de noviembre a la persona y pasar un rato en el panteón haciendo oración, escuchando sus canciones favoritas, comiendo y platicando junto a la tumba, recordando momentos especiales, ya después regresar a casa y estar en familia”, explican.
Las diferentes formas de conmemorar esta celebración genera diferentes respuestas en cada familia. Aunque su ciudad organiza un “desfile muy especial, emotivo, colorido y muy lindo” celebrando el Día de Muertos, los García mantienen su celebración principalmente en el ámbito familiar, escolar y religioso, incluyendo el rezo del rosario como parte importante de sus tradiciones. Esta decisión refleja su enfoque en la autenticidad y el significado personal de la tradición, aunque reconocen que “cada vez es más significativo este día y más personas se unen a celebrar”.
La diversidad de estas celebraciones, desde el norte hasta el sur de México y más allá de sus fronteras, muestra cómo una misma tradición puede manifestarse de múltiples formas mientras mantiene su núcleo esencial: el amor y el recuerdo de quienes nos precedieron.
El proceso de transmitir estas costumbres a las nuevas generaciones es una preocupación compartida por todas las familias. Los García y los Yrigoyen abordan este desafío, haciéndolos partícipes del montaje del altar y explicándoles el significado que tiene para la familia conservar esta iniciativa que realiza memoria de sus seres queridos año tras año. Este proceso educativo comienza en casa y se refuerza en las escuelas, donde los niños aprenden no solo los aspectos prácticos de la celebración, sino también su profundo significado cultural y espiritual.
La preparación del altar se convierte en un momento particularmente emotivo para estas familias. “Ofrecer el altar de muertos para mi papá y preparar con cariño lo que tanto le gustaba a él es muy bonito y valioso para nuestra familia”, comparten los García. El proceso de colocar cada elemento despierta anécdotas y recuerdos que mezclan la nostalgia con la alegría, “recordando durante la instalación del altar anécdotas y momentos vividos”, afirman los Sánchez. Cada objeto personal, cada platillo favorito y cada fotografía cuenta una historia de amor que trasciende la muerte.
Entre el colorido despliegue poblano de los Yrigoyen, el íntimo altar colombiano de Fernanda, y la emotiva celebración coahuilense de los García, el Día de Muertos demuestra su increíble capacidad de adaptación sin perder su esencia. Es una tradición que, como las flores de cempasúchil que adornan sus altares, encuentra formas de florecer en cualquier terreno, siempre que sea cultivada con amor y respeto por la memoria de quienes ya partieron.
La diversidad de estas celebraciones, desde el norte hasta el sur de México y más allá de sus fronteras, muestra cómo una misma tradición puede manifestarse de múltiples formas mientras mantiene su núcleo esencial: el amor y el recuerdo de quienes nos precedieron. Como reflexionan los García, durante estas fechas los sentimos “más cerca que nunca”, una cercanía que trasciende la muerte y se renueva cada año con el perfume del cempasúchil y el calor de las veladoras.
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