Me dispararon al pulmón y así me convertí en una víctima de fleteo en Bogotá

Miércoles, 18 Mayo 2022 19:22
Escrito por

Juan Alejandro Motato Soto reconstruye el testimonio de Luis Alfredo Pino, quien estuvo a punto de morir tras ser víctima de fleteo en Bogotá. Esta es su historia en primera persona.

 

“Si no fuera por la rápida intervención de los médicos, probablemente hoy estaría en una silla de ruedas y no aquí parado”||| “Si no fuera por la rápida intervención de los médicos, probablemente hoy estaría en una silla de ruedas y no aquí parado”||| Juan Alejandro Motato Soto|||
2295

Después de que uno pasa de estar tirado en una cama, donde hasta mover el cuello le duele porque le pegaron un tiro al pulmón, ya le ganó al mundo. Y si no fuera porque sobreviví de milagro, hoy no estaría aquí para contar esta historia.

Mi nombre es Luis Alfredo Pino, tengo 57 años, y desde hace 38 me dedico a la fundición, el mecanizado y la fabricación de suministros industriales en la ciudad de Bogotá. Acá vivo con mi señora esposa en la localidad de Los Mártires, a dos cuadras de la bodega donde funciona mi empresa de fundiciones. La tarde del 4 de mayo de 2016 llegué como de costumbre al taller, en mi camioneta, y salí caminando a cobrar un cheque de nueve millones de pesos en una entidad bancaria.


Antes de salir, me acomodé la camisa de franela por dentro del pantalón, me abotoné una chaqueta de corte militar y revisé que los cordones de mis botas estuvieran bien amarrados. Por lo general, nunca muevo tranquilo esas cifras de dinero. Siempre le pido a mi señora que esté pendiente y pongo a mis empleados en la jugada, pilas, pero ese día fue la excepción. Ese día olvidé tomar las precauciones de siempre porque me estaba esperando un cliente urgentemente.

Llegué al banco alrededor de las 3:50 p.m. y pasé a la caja tras esperar diez minutos. Cuando el cajero me entregó la plata, la guardé de inmediato entre el pantalón y la camisa y me retiré de la vitrina. Yo nunca cuento la plata en el banco, precisamente para evitar “dar papaya” y que los demás se fijen cuánto lleva uno. Simplemente salí, a paso ligero, por el mismo andén por el que venía.

Iba de vuelta a mi taller en donde me esperaba un cliente, cuando un tipo con gafas oscuras y casco se bajó de una moto y me apuntó a la cabeza con una pistola. Él me gritó “¡Quieto! ¡Deme la puta plata!” y como yo la traía por debajo de la ropa, al subirme la chaqueta para sacar los billetes, el ladrón, tal vez asustado, me disparó a quemarropa en el pecho. En ese momento, yo no sentí nada, ni siquiera escuché el balazo, de hecho creía que era un arma de juguete.

Punto de quiebre

Recuerdo que no me caí al piso de inmediato, sino que me mantuve de pie por la conmoción del momento y al verme aún parado, el ladrón me golpeó en la cabeza con la cacha de la pistola. Eso sí me sacó la piedra y le devolví un puño y una patada que lo tumbaron al suelo. ¡Yo estaba buscando que me terminaran de matar! Pero cuando el tipo se recompuso, arrancó la moto y huyó sin la plata. Yo creo que todo eso pasó en menos de 30 segundos.

Tan pronto el ladrón se fue, empecé a sentir mi ropa húmeda y me sentí tambalear de repente. De algún modo, pude sacarme la camisa para ver de dónde venía esa humedad y vi que los billetes estaban todos ensangrentados. Apenas me vi, aterricé por fin a la gravedad del asunto: tenía una herida de bala en el costado izquierdo de mi abdomen. Era cuestión de minutos y de la voluntad divina para que pudiera salvarme, pero una sensación constante de sueño empezaba a apoderarse de mí. 

Por suerte, dos amigos que iban pasando me vieron así y corrieron a auxiliarme. Yo le entregué los billetes a una amiga mientras que el otro traía su carro para llevarme a urgencias. Al ratito, mi nuera y dos policías también llegaron al sitio y entre todos, me trasladaron escoltado hasta el Hospital de San José. Estábamos a solo doce cuadras de aquel lugar, pero con cada esquina que cruzábamos, me costaba más y más sostener el peso de mis párpados.

Yo estoy vivo porque cuando llegamos a urgencias, a las 4:25 p.m, me subieron en una camilla y me entraron por error a una sala en donde estaban tres cirujanos en reunión y por mera coincidencia, uno de ellos era amigo mío. Al ver como yo estaba y sin más cirujanos disponibles en ese momento, ellos actuaron rápido para operarme en un quirófano que había libre.  Y aquí es donde prefiero reservarme los nombres de mis héroes, porque aun cuando me salvaron la vida, ellos no podían realizar ese procedimiento. Ninguno trabajaba como tal en el Hospital de San José ni cumplían con el protocolo para operarme. Por eso yo digo que fue un milagro haber entrado a esa sala “accidentalmente”.

No tengo claros los lapsos que separan el instante desde que entré al Hospital de San José hasta el día en que me dieron de alta. La siguiente vez que estuve más lúcido, me tenían amarrado a la cama porque supuestamente, en un arrebato de angustia, o quizá confusión, me había quitado los tubos contra todo pronóstico de pararme de nuevo. Aparentemente, mi diagnóstico era desolador: si me salvaba, podría quedar parapléjico, sin la posibilidad de volver a montar cicla con mis nietos, pues la bala que recibí había atravesado mi pulmón izquierdo y bazo para terminar alojada en mi columna. Si no fuera por la rápida intervención de los médicos, probablemente hoy estaría en una silla de ruedas y no aquí parado. 

La vuelta al mundo

Durante los dos primeros meses que siguieron en mi recuperación desde casa, empecé a notar algunos cambios en mi talante y personalidad. Antes de aquel suceso, yo vivía muy pendiente del “qué dirán”, de que los demás podían estar en desacuerdo con mis acciones. Ahora no me importa lo que digan los demás, porque, a fin de cuentas, el “qué dirán” es chisme. Hoy solo me preocupo por las personas que me quieren y ya.


Sin embargo, aún me costaba creer que lo mío fuera tan grave como para dejar el cigarrillo o la fundición. Toda mi vida he acompañado las labores de mi oficio con un vaso de tinto y algunos cigarros. Si bien aún no he podido dejar ese marica vicio, lo he disminuido muchísimo y hay días que paso sin fumar. Pero en ese entonces, la ansiedad me desesperaba y a ratos creía que si no me mataba el pulmón, me iba a morir de envidia al ver a otras personas fumando.

Para entender lo extraordinario de mi caso, tuve que pararme en la clínica El Bosque frente a 18 enfermos pulmonares que apenas decían una frase y ya les daba un ataque de tos. Llegué allá porque mi amigo, uno de los médicos que me salvó, me invitó a las terapias que hacían con personas que padecían infecciones y cáncer pulmonar. Ya habían pasado siete meses desde aquel incidente y el único que hablaba perfecto en esa sala era yo. Los demás se asombraban: “¿Una bala le atravesó el pulmón y usted está así de bien?”

—“¿Ahora sí entiende, huevón, que lo suyo no es un chiste? ¿cómo un huevón tomador, fumador y para completar fundidor, tiene los pulmones limpios sin ninguna mancha?” —fue el sermón de mi amigo médico después de aquel día.
Por esas razones, me di cuenta de que si continuaba con la fundición iba a terminar como esos parroquianos, debido a los gases calientes que emanan los metales en fusión. Además, gracias a Dios tengo cien conocimientos más y puedo dedicarme a algo diferente. Aquí en el taller me dedico a diez cosas diferentes y nunca me ha faltado trabajo afortunadamente.

Las secuelas que quedaron tras la herida de bala están en mi cabeza. Siempre me consideré una persona de muy buena memoria, que si veía a alguien en la calle recordaba su rostro días más tarde. Ahora se me olvidan muchas cosas. Estoy trabajando en una pieza y de repente olvido lo que iba a hacer. También me pasa con los nombres y con los lugares, pero he ido manejándolo con paciencia. 

Al ladrón que me disparó lo mataron en un robo dos semanas después del fleteo donde me hirió a mí. Pertenecía a una pandilla grande que merodeaba por esa época el barrio y, según mi yerno, era mejor que no nos pusiéramos a denunciarlos si no queríamos terminar huyendo de casa en casa.


—“Ya le pasó esa vaina. Usted está bien. Eche eso al olvido y no se deje llenar de odios” — me insistían también mis amigos más cercanos.

De todas maneras, yo sabía que lo mejor era quedarme quieto y seguir enfocado en mi recuperación. A un amigo le pasó algo similar y por ponerse a demandar, perdió a un hijo. Le tenían amenazada a toda la familia y él seguía diciendo “¿A mí quién me va a amenazar?” Y al final le tocó retirar la demanda porque le mataron al hijo.

Por mi parte, ahora me considero un hombre más pausado, menos estresado. El dinero pasó a segundo plano en mi vida y desde aquel episodio me volví más pacífico. Antes le compraba la pelea a cualquiera y era de los que decía “hijueputa, maneje bien”. Ya no me importa si me rayan el carro o si se atraviesan cuando llevo la vía. 

A pesar de ello, compartir esta experiencia aún me incomoda mucho, entonces trato de mantenerla entre mi familia y amigos. No me enorgullece, para nada, pero sí reconozco que mi vida cambió radicalmente y a partir de eso, he aprendido a llevar todo con más calma. Aprovecho para pasar más tiempo con mis cinco nietos y de vez en cuando, juego al billar o al tejo. Este episodio le voltea a uno el mundo, y uno no puede quedarse quieto mientras todo se pone de cabeza. 

 

*Los nombres fueron cambiados a petición de la fuente por razones de seguridad.

*Este texto contó con la edición, construcción periodística e investigación de Juan Alejandro Motato Soto, reportero de Plaza Capital.