Historias breves del confinamiento

Jueves, 28 Mayo 2020 11:09
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Ansiedad, reencuentros, aprendizaje, mezcla de emociones, entre muchas otras, hacen parte de lo que se vive en la cuarentena. Recopilación de textos de los estudiantes de Producción Periodística II sobre lo que han vivido en estos días de aislamiento obligatorio. 

La angustia, la depresión, la soledad, han marcado esta cuarentena. David Bernal||| La angustia, la depresión, la soledad, han marcado esta cuarentena. David Bernal||| |||
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La angustia por el futuro de la empresa, la violencia intrafamiliar, la imposibilidad del abrazo, la ansiedad del drogadicto… El encierro, obligatorio o voluntario, altera el pensamiento y genera millones de historias en el planeta. Aquí recogimos algunos de los pequeños dramas diarios que viven los bogotanos. Y también sus momentos de escape —la rumba virtual, los juegos de mesa, el ejercicio de la mañana—, así como las historias fugaces del barrio, aquellas que cruzan frente a la ventana o que cuentan los familiares y vecinos.

Con textos de cien cien palabras les contamos algunos sucesos íntimos, aquellos que no alcanzan a salir en un noticiero.

Adicción

En medio de la cuarentena Camilo Rincón sale de su casa. Durante días, Carmen Torres, su madre, lo notó tembloroso, desesperado e irritable. La ansiedad producida por el encierro de un mes, sumada a la dependencia del bazuco, una de las drogas más adictivas y consumidas en el país, lo han hecho tomar medidas desesperadas. Empuja a su madre. Ella, llora. Le suplica que se quede, pero Camilo sale corriendo.  La madre, ahora en el piso, llora desconsolada mientras ve a su hijo alejarse frenético por las empinadas calles del barrio Alfonso López, en el sur de Bogotá.

Dayana Contreras Viteri

Un préstamo

El apartamento huele a cigarrillo. Mi esposa me reclama: ¡Deje de fumar tanto que eso le hace daño a usted y a los niños! Pero es inevitable. Hoy me he fumado doce. Es la ansiedad de no saber qué pasará con mi empresa y mi familia. Veo a mis tres hijos y siento más el peso de ser el proveedor de mi hogar.

(Se llama Carlos Ramírez. Vive en la torre de enfrente y hablamos a veces por teléfono. Su mundo, antes seguro; ahora es incierto).

En estos días —me cuenta— pedí un préstamo a Bancolombia para no liquidar la empresa, pero me lo negaron.

Juan Felipe Hernández

Angustia

La angustia de Guillermo Bernal solo le deja pensar en lo peor: que su consultorio quiebre. “Los odontólogos vamos a ser los últimos en entrar”, le dice con un suspiro a un colega por el teléfono. Guillermo ha invertido gran parte de sus ahorros en tapabocas, batas, máscaras, guantes y cuanta protección exista, todo con la esperanza de volver a atender a alguno de sus pacientes. Los llama a uno por uno. Les pregunta cómo están y les dice que está a su disposición, pero nadie quiere salir de casa. Y mucho menos someterse a la fresa.

David Bernal Prieto

Distancia

A pesar de la cuarentena, Óscar Sauco sale cada mañana de la vereda Vueltagrande hacia su trabajo. Las calles bogotanas están desoladas (el trayecto de una hora desde Cota se ha tornado en uno de 15 minutos). La producción de empaques de alimentos sigue siendo necesaria, entonces él los despacha desde la oficina y, más temprano que de costumbre, puede regresar a casa. Al llegar, no determina a su madre, a su esposa o su hijastra. Está concentrado en desinfectar todo. Se ducha y luego sí las saluda. No dar un beso se ha convertido en el mayor gesto de cariño.

Laura Catalina Sanabria

Estallido

Después de varios tragos, la mujer le reclama a su esposo por una infidelidad. Él no le da importancia. Ella le pega una cachetada y le da un gran empujón. El hombre estalla. Le pega dos puños, la tira al suelo y la arrastra del pelo. Su hija se interpone y lo amenaza con un cuchillo. Sus hijos menores, de 7 y 9 años, lloran y se esconden bajo la cama. Al día siguiente, sin otra opción, deben seguir conviviendo. La hija accede a contarme la historia, pero sin nombres. Tiene 19 años, la conozco hace cuatro; trabajó en la microempresa de mi familia.

Leidy Valentina Gómez Cortés

¿Ya podemos salir?

Sebastián tiene cinco años y una imaginación más grande que la del Principito. Le gusta salir al parque y sentir la brisa del aire en su rostro; asustar a las palomas con pasitos duros de sus zapatos talla 28 y, sobre todo, comer paleta de fresa, porque como él mismo dice “la fresa me acuerda a mi abuela”.

En sus memorias quedaron esos días de resplandor, pues cada mañana se levanta para fijar sus ojos en un computador. El encierro lo tiene con los nervios de punta, mirando la ventana todos los días pregunta:

—¿Ya podemos salir al parque?

María Paula Sánchez

Arcelia

Arcelia Rojas, de 82 años, no hace más que contar los días para volver a su casa. Ha dejado su apartamento en Chapinero para pasar la cuarentena obligatoria en Cedritos con nosotros: su hija, su nieta y su yerno; y por supuesto, con la parálisis facial que desde hace 15 años le impide abrir su ojo izquierdo. Ahora ha dejado de ver el calendario de la cocina. Cada que se acerca la supuesta libertad, escucha por las noticias que esta se aleja quince días más. Arcelia empieza a pensar que la puerta de su apartamento, al igual que su ojo, nunca se volverá a abrir.

Valentina Montenegro

Rebusque

— Buenos díaaas, bolsas para la basuraaaa —escucho a las 9 de la mañana desde hace una semana. Flaco, sucio y con ropa desgastada pasa el vendedor informal frente mi ventana. Sé que no es colombiano por su acento y porque le sigue una señora con un niño en brazos y otro que corretea por toda la calle sin entender la situación. Más de una vez los policías se los han intentado llevar, es frecuente escuchar las quejas y amenazas de los vecinos. De cuando en vez me despierta con sus gritos de desesperación pidiendo ayuda cada vez que van por él.

Cristian Cucchiara

En chanclas

Son las ocho de la mañana. A diferencia de otras ocasiones no tiene la necesidad de salir corriendo a coger el bus que lo lleve. Se moja la cara y se pone la corbata. Les dice a todos en su casa que no le hagan ruido: se va a reunir con el jefe. Está pálido, aún no ha desayunado. Enciende el computador y se acomoda en la silla. No se alcanzó a cepillar los dientes, pero ya no hay tiempo. “Igual eso no importa, es por internet”, se dice. Sus hijos se ríen al verlo sentado con corbata y chanclas.

Julián David Moreno

Káiser

Julia baja caminando por el barrio. Busca algo que se perdió hace años: Káiser, su pastor alemán. Ya debe estar muerto desde hace mucho tiempo, aunque ella se niegue a creerlo. En medio del encierro dice escuchar su ladrido y cuenta que lo ve en las escaleras de su casa. Julia está sola desde que él se fue y pasa sus tiempos libres buscándolo desesperada. El perro es el último recuerdo de su fallecido esposo. Hoy a Julia le pusieron un comparendo por violar la cuarentena, volvió a casa sin el collar y, por supuesto, sin el perro.

Ana María Moreno Ferro

¡Firme aquí!

En un cartel se leía que los residentes de cuatro conjuntos de Hayuelos recolectaban firmas para pedir el retiro de los vendedores ambulantes que vinieran de Kennedy. Sonia, la de los quesos, buscó otro punto porque ya nadie le compraba; Rigoberto llevaba dos días seguidos sin vender un solo aguacate y July dejó de vender tamales hace una semana. Cuando todos se fueron, los vecinos preguntaron por whatsapp sí en el Jumbo les venden un aguacate o un cuartico de queso y si en Pan pa’ ya venden tamales. Hoy un nuevo aviso solicita números de contacto delos vendedores. Los quieren de regreso.

Ana María Moreno Ferro

Simón quiere pasear

Parcelas de Cota siempre había sido poco transitada. Por la pandemia ya ni carros se veían, solo algún muchacho en bicicleta con su tapabocas. Una tarde, Andrea Devia y su hija salieron a habitar esas vías desoladas. La joven quiso patinar y su mamá caminó, cada una llevaba una perrita pequeña. Simón, el más grande de la casa, se quedó ladrando desconsoladamente, pero por su fuerza no podían pasearlo. Anduvieron varias cuadras cuando de la nada llegó el perro corriendo. Había tumbado uno de los arbolitos junto a la reja de la casa y cavó un hueco por debajo para alcanzarlas.

Catalina Sanabria

Silencio, por favor

Son las ocho de la noche. Simón, estudiante de música, prepara partituras para un parcial de entrenamiento auditivo. De repente escucha un estruendo en esta calle del barrio Chico. ‘Resistiré’, del Dúo Dinámico, brota desde alguno de los edificios vecinos; Simón nunca supo cuál. Después de cuatro minutos de música, procura seguir repasando. Pero ‘Volveremos a brindar’, de Lucía Gil, interrumpe el intento. Tras dos meses de oírlas a diario, las canciones comienzan a desesperarlo. Hasta hoy, no sabe quién las pone, pero los gritos de “¡Bravo!”, todas las noches, implican que la cuadra no se cansa.

David Bernal

El virus está cerca

El día anterior, mi madre había planeado salir por víveres. Pero ese miércoles, 13 de mayo, antes de las siete, escuchamos la voz del vendedor de periódicos que grita los titulares por las calles de Santa Librada, cuando hay un suceso importante para esta comunidad.

“¡Muere una pareja de coronavirus en Alfonso López!”. Quedamos frías. Mi madre lucía consternada y pálida por la noticia. El Alfonso López está a unas cuantas cuadras de mi casa. Mi madre asumía que, por vivir en una localidad periférica, habría menos posibilidades de contagio. La salida al mercado quedó suspendida y mi madre entendió la gravedad de lo que estaba sucediendo.

Dayana Contreras Viteri

Gritos de auxilio…

Eran las tres de la madrugada y al frente de la casa 40 del barrio Santa Teresita, a dos cuadras de la avenida Caracas, se escuchaba los gritos de un hombre: “¡Auxilio!... ¡Auxilio!”. El clamor venía del canal del río Arzobispo. Las alarmas estallaron; sin embargo, nadie se atrevía a salir. El buzón de mensajes de la junta del barrio colapsó: “¡Qué alguien llame a la policía!”. Dos uniformados llegaron y, luego de un rato, el comandante escribió por el grupo: “Tranquilos, señores, solo es un indigente drogado”. Linda Castellanos y los otros tres inquilinos de la casa 40 querían ver lo que pasaba, pero la orden de confinamiento y la madrugada fría de la capital los hizo retractarse.

Laura Sánchez

¡A bailar!

Son las 4:00 de la tarde. En el barrio Colina, suena una música a todo volumen. Sale cada vez más gente a sus balcones a mirar qué sucede. Se bajan de un auto seis instructores de la alcaldía. El líder habla con un megáfono: “Vamos a bailar” y mueve sus caderas de un lado a otro. Harán una sesión de aeróbicos. Se ven los balcones llenos, cada persona mirando hacia abajo en todo momento para no perder el ritmo. La gente ya está sudando y agotada, pero animada. Al final, los bailarines se despiden prometiendo que volverán para alegrar una tarde más de cuarentena.

Leidy Valentina Gómez.

Los gatos se independizaron

Tito y Dante son los gatos de don Jerson, mi vecino. Al parecer no les gusta cumplir las normas así que la cuarentena para ellos es un chiste. Todas las mañanas se tumban encima de los carros de la cuadra, en Santa María del Lago, cierran los ojitos y se asolean un rato. Don Jerson, preocupado, los llama desde su ventana, sale con un periódico enrollado y, frunciendo el ceño, les dice: “Para la casa, berriondos, ya me tienen cansado”. Tito y Dante decidieron irse hace una semana, así que cada día don Jerson grita por la cuadra: ¿Alguien ha visto a mis gaticos?

María Paula Sánchez Castillo

Vendedor de eucalipto

Desde que empezó la cuarentena obligatoria en Bogotá, Wilson Pérez, un hombre mayor, de barba trasnochada, recorre todas las semanas el barrio Cedritos con una canasta de hojas de eucalipto. Al no haber personas en la calle, debe caminar entre los barrios gritando “vendo eucalipto, vendo eucalipto”. Así se rebusca lo del mercado. Varios vecinos salen a comprarle cada vez que don Wilson pasa al frente del conjunto. Según mi vecina Amanda, el eucalipto es glorioso para desinfectar el aire de la casa. Pero hace cinco días que no se escucha gritar a don Wilson. Luis, el celador, nos dijo que la policía le puso un comparendo por sus ventas informales. Al parecer nos quedamos sin eucalipto y él sin el sustento.

Valentina Montenegro

1,2 y..¡Sorpresa!

Roque Moreno convirtió en billar el comedor de su casa del barrio Mandalay. Casi adicto al juego, compró unos tablones, un triángulo musical y desempolvó su juego de bolas numeradas. Quitó el vidrio de la mesa, llamó a sus sobrinos para instalar los tablones sobre el comedor, hicieron agujeros en las esquinas y colgaron unas medias. En la noche están los palos cortineros y tres mosqueteros para jugar. Primer turno: rompen un bombillo. El improvisado taco es demasiado largo y la emoción les sobrecoge. Segundo: rompen la ventana de atrás y al tercero… ¡Sorpresa!, grita la mujer de Roque mientras recoge sus cortineros y apaga la luz.

Ana María Moreno Ferro

Deja vu

Ahmed García, a través de su trabajo necesariamente virtual por la cuarentena, había completado el dinero para comprarse lo que anhelaba desde hace tiempo: la consola Nintendo Switch. Descargó un permiso y tomó todas las precauciones sanitarias para recogerla en el centro comercial Santafé. De vuelta en casa, en Chía, la desempacó, con la alegría e impaciencia de un niño, y se dedicó a llenar esos ratos libres que le quedaban. Ahora tiene 21 años, pero recordaba la época en que perdía la noción del tiempo con el juego Mario Bros. Se detuvo a ver la hora. Eran las tres de la mañana.

Catalina Sanabria

La nueva era

Es viernes y Daniel Giraldo, economista de 26 años, necesita vencer al aburrimiento. Invita algunos amigos del grupo de WhatsApp a una reunión por video llamada. Todos se conectan a las diez de la noche. “¿Cómo están, muchachos?”, pregunta Daniel sonriendo desde el sofá en su sala. “¿Qué cuentas, Dani?”, responde Mario, quien bebe vino del D1 en su cama. Isabella saluda la cámara con emoción y una lata de Póker sobre el escritorio. Daniel pone ‘Safaera’ del reggaetonero Bad Bunny. Cantan, ríen y beben hasta la madrugada. Armaron la rumba no en una discoteca, como antes, sino en la ahora agobiante comodidad del hogar.

David Bernal

Parchís, rey en la pandemia

Sentado en sofá de la sala, Alejandro Betancourt, mi novio, juega en su celular.  Sus ojos bailan por el tablero, tiene las fichas rojas, sus favoritas, y se mueve con seguridad. Con cada par que sale en sus dados se acerca al final del juego. Un grito de victoria rompe con el ambiente silencioso del lugar. Su mirada arrugada, de alegría, refleja la emoción que ha cautivado a más de diez millones de usuarios de Parchís, un juego online, similar al parqués, que se ha vuelto la sensación del confinamiento.

Derly Dayana Contreras

Nostalgia

Antes, Laura solía deambular ebria por las calles oscuras. Ahora lleva dos meses sin poner un pie fuera de su casa del barrio Mazurén. Sus hermanas le insisten que juegue con ellas, que juegue cartas, que juegue parqués, lo que sea. Pero ella, aunque aprecia el gesto, extraña la Candelaria, el vino barato y las voces de sus amigos. La nostalgia le pesa. Reflexiona. Por fin se levanta apresurada. Como con sus amigos antes, lleva ahora de la mano a sus hermanas. Corre a la mesa y acomoda el tablero. Lanza los dados y sonríe: sacó doble seis.

Julián Moreno

“Nos graduamos, doctores”

Con un litro de vino tinto sobre la mesa y una copa en la mano, Germán Latorre, se dispone a celebrar el grado de abogados. En la pantalla de su portátil se ven sus compañeros de la Gran Colombia. Hay carcajadas. Germán chifla y aplaude desde la silla del estudio. Lleva un pantalón de pijama y una toga azul petróleo, sin zapatos. ¡Nos graduamos!, ¡Nos graduamos, doctores!, grita. “Nos debemos la rumbita en thea (theatron)”. Sergio, desde su pantalla, dice “pongan un ‘diomedazo’”. Julián protesta: “Nooo, mejor un “perreito”. “¡Lo que sea, lo que sea! Pero pongan algo —contesta Luis— estoy que me bailo hasta con la escoba”.

Laura Sánchez

Una tusa por Zoom

Mariana Galindo desgarraba su garganta. El despecho de su recién terminada relación le hacían apretar la botella de aguardiente con firmeza. Seguía la letra de la canción sin perder pista y gritaba con fuerza: ¡Adiós, mi amor; me voy de ti! La noche anterior había terminado con su novio. Llevaban cinco años. La virtualidad no quitaba el sentimiento. Sus cinco amigas la observaban por zoom. Desconcertadas. No sabían cómo animarla desde una pantalla. Ese sábado 16 de mayo sonó su celular y Mariana olvidó la noche de chicas. Era su exnovio. Había sido una tusa en vano.

Maria Margarita Salamanca

El pan de cada día

“¿Hacemos ejercicio?”

Me pregunta cada tarde Luis Sánchez, mi hermano. Trabaja en Latam, la aerolínea que recientemente tuvo que despedir a 1.400 empleados. Aunque a él lo dejaron, si no hay vuelos, no hay trabajo.

Aburrido, empieza a saltar lazo. Exactamente mil brincos. Si pierde la cuenta vuelve a empezar; también hace quinientos abdominales, hasta que le gana el cansancio. Se mira al espejo, se coge la barriga con la mano. “Me mato a ejercicio —dice— y sigo gordito”. Agarra dos panes y me dice: “Mañana los quemo, hoy tengo hambre”. Esto se repite todos los días.

María Paula Sánchez

¿Irresponsable?

Ángela Peña lleva toda la cuarentena extrañando aquellas noches inolvidables junto a su novio, Carlos, en Sandunguera, “el templo de la salsa clásica”. Él tampoco puede más: “¡Quiero verla y bailar!”. Aunque Carlos vive en Suba y Ángela en el Galán, el jueves él se alistó para salir. No le importaba violar el aislamiento obligatorio. Pasada una hora y media de viaje en Transmilenio, Carlos tocó a la puerta de Ángela con un bafle a todo volumen con la primera canción que bailaron juntos “Regálame una noche” autoría de Maelo Ruiz, un sixpack de cerveza y una nota que decía, “¿bailamos por unas cuantas horas?”.

Valentina Castro Sanabria

De la cantina a la calle

Arcelia Rojas, radicada en Bogotá hace más de medio siglo, tiene la costumbre de incluir mariachis en los cumpleaños de sus familiares. Pero debido al confinamiento su tradición se ha visto anulada. La Caracas con 54, antes atestada de mariachis, ahora no es más que un montón de locales vacíos y de andenes solitarios. Hoy en la tarde, mientras veía la novela, Arcelia oyó a lo lejos su bolero ranchero favorito: Si nos dejan. Se asomó de prisa a la ventana y vio a una decena de mariachis que pasaron frente a su casa, en Cedritos. Cantaban movidos por la música, la necesidad y el hambre.

Valentina Montenegro

Samuel, el DJ

Llegó la noche y Samuel o, mejor conocido como DJ Sam, en unos minutos va a empezar con su set de mezclas de reggaetón. La sala virtual de zoom se está llenando. Más de 170 personas esperan enrumbarse hasta la madrugada. Entre concursos de disfraces y baile el dj anima el ambiente con clásicos de don Omar. Algunas personas con botellas de aguardiente en la mano empiezan a entonarse.  Samuel me ha dicho en esa misma tarde que nadie le paga por su trabajo, pero que con tal de ganarse una posición e imagen no le importa dar su mayor esfuerzo para hacer lo que más le gusta.

Juan Felipe Hernández López