Los fantasmas de las viejas zorras de Bogotá

Miércoles, 13 Noviembre 2019 10:16
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En Bogotá hay un gremio convertido en sombra: los recicladores. Son fantasmas entre millones de habitantes que tiene la capital, cargando con todas sus fuerzas carretillas de madera. 

||| ||| Cristián Rodríguez, reciclador fantasma de 20 años. Foto por Valentina Molina|||
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Un, dos,

 

Un, dos,

 

Un, dos

La respiración aumenta y se convierte en otro instrumento junto a sus pasos: un, dos, respiración, un, dos, respiración. El sol le da en toda su cara, estropeando la vista y dándole una sensación a su piel como la miel en el cuerpo. Un, dos, respiración. Esa es la melodía de un reciclador en Bogotá.

Él es Cristian Rodríguez. Trabaja desde los diez años.  A sus hombros lleva la fiel compañera de aproximadamente 21 mil recicladores en Bogotá: la carretilla, un reemplazo de las viejas zorras bogotanas, las carretillas llevadas por caballos, otras buenas amigas que han quedado en la historia. El “aproximadamente” de la cifra es porque el número total de personas de este gremio es fantasma, igual de invisible a su trabajo. La misma Alcaldía Mayor ofrece ese dato recordando que es un aproximado, porque tener un censo total es casi imposible, ya que esos 21 mil recicladores son únicamente los asociados a una de las 136 organizaciones de reciclaje. Pero ¿cuántos más hay por ahí sin carné?

No se sabe. Cristian es uno de los recicladores fantasmas, aunque en realidad, todos lo son. La diferencia entre uno y otro es que el asociado aparece en algún registro de oficina, y el otro, Cristián, ni siquiera existe como reciclador formalmente. La similitud es que no se notan en una capital de ladrillos, cemento y caos. Son fantasmas pese a que están por las 20 localidades de Bogotá. Son sombras más que recicladores, porque nadie los reconoce por su labor… nadie los reconoce.

Un trabajo como cualquier otro

A las 3:02 pm, Cristian está con su fiel pero muda amiga, sentado en un anden sobre la calle 140 con carrera 13, esperando que inicie su jornada laboral: entre las cuatro y cinco de la tarde.  Él no lleva reloj, ni mucho menos un teléfono. Así que se acerca a preguntarle a cualquier transeúnte qué hora es.

De las viejas zorras bogotanas a las carretillas. Esta es la de Cristián. Fotos: Valentina Molina

 

—¿Amiguito, me puede dar la hora me hace el favor? — Le pregunta Cristian con apenas 1,67 centímetros de estatura, que se disminuyen al mantener la cabeza casi mirando al grisáceo suelo mientras hace la consulta.

El hombre, de aproximadamente 1,75, que lleva pantalones beige, camisa blanca y blazer azul, se toca el bolsillo para sacar el celular, pero no termina de realizar la acción.

—No sé. —Le responde y continúa su camino, sin siquiera percibir el inmenso utensilio de trabajo que lleva Cristian a su lado. La carretilla es igual a lo es un computador para estudiar, un martillo para construir o una camilla para atender enfermos.

 Su carretilla es la única ayuda y amiga que tiene. Ayuda porque es la que lleva todo el material recogido y porque además de acompañarlo por las cuadras que recorre sabe lo que él siente. En ella está marcada el nombre de su mamá, su equipo favorito y el de la razón de su fe: Dios.

—¿Y ese zapato colgado?  

— ¿Usted sabía que los niños son ángeles? Un día me encontré ese zapato de un niño buscando material para la carretilla. Es de la buena suerte—.

Decoración de otra carretilla en el centro de Bogotá.

 

Todos los martes, jueves, viernes y sábado Cristian pregunta la hora mientras espera su turno para trabajar. La mayoría de los recicladores eligen los días en los que más bolsas de basura salgan a las calles, para atraparlas como tesoros que hay que saquear. Su salario es de 160 mil pesos semanales, dependiendo de qué y cuánto material recoja. Unos $640 mil al mes, que están por debajo del salario mínimo en Colombia equivalente a 828.116 mil pesos.  Los 14 kilómetros que recorre a pie están por encima de la cantidad de horas que tiene para recorrerlos: seis. Los 140 kilos que lleva en su espalda diariamente triplican lo que gana en un día: entre 30 y 40 mil pesos.  Y sí, sin embargo, al de camisa y pantalón, no le interesa darle la hora.

Igual, él consigue saberla. Está alerta: cuando ve que los vigilantes de edificios y almacenes empiezan a sacar las bolsas, sabe que llegó la hora. Es la hora en la él se pone unos guantes -si tiene para ellos-, y cura lo poco que queda de planeta. A las 4:30 de la tarde él es un ambientalista sin necesidad de publicarlo en las redes sociales. Él no lo dice, lo hace.

Los ambientalistas ocultos

Su oficio es recoger todo lo que sea reciclable y ¡casi todo lo es!

 Sus pasos se dirigen a cada una de sus “fuentes”, que son las canecas de basura de cada lugar. Los recicladores asociados o no, tienen asignadas las fuentes. Cristian tiene 12 en Cedritos, pero luego se aleja dirigiéndose a las que no tienen dueño, para obtener más material. 

En la tercera fuente por la que pasa, después de caminar un par de minutos, abre la bolsa blanca, la indicada para el reciclaje. Mete su mano sin guantes, porque no tiene los cinco mil para comprarlos, y atrapa todo lo que encuentra. Está a la expectativa de encontrar el tesoro más valioso: el aluminio, pues es el más costoso. Sin embargo, solo obtiene tres periódicos, 5 botellas plásticas y dos de vidrio.

 

Tabla de precio de materiales que vende la ARB. Los precios varían. Fuente: área de cotización de ARB.

 

De repente, su boca se estira hacia los lados, sube su nariz y abre un poco las fosas nasales: “No, mire, hay papel higiénico y todas esas vainas, echaron la basura del baño acá”, grita, mientras se para del suelo. Rápidamente mira sus manos. Sabe que están contaminadas de excremento y fluidos de desconocidos, indiferentes a su labor.

—Sí ve, los del norte pueden tener toda la plata del mundo, pero les falta educación. Usted no sabe cuánto ayudamos al medio ambiente haciendo esto y les vale mierda colaborar para eso—.

Hay un silencio. Su rostro ahora es de piedra. No se necesitan rayos x para saber que sus dientes están apretados por la ira.

—Y no crea, no es solo el asco de coger esas cosas: son las enfermedades que traen y que uno coge—.

Alrededor de las 9:00 pm, Cristián ya está en la 170 con autopista Norte. Sin embargo, allí no finaliza su jornada: los recicladores deben volver a las residencias sin puertas ni paredes. Una calle o un puente, cualquiera sirve. La de Cristián está ubicada debajo del puente de la 134 con Autopista Norte. Ahí se encargan de separar cada material y de dormir, si les queda tiempo.   Al otro día, a las 8:00 am llevan el material a las Estaciones de Clasificación y Aprovechamiento (ECA).  A esa hora, después de 16 horas, se acaba su jornada laboral y los fantasmas regresan a casa, al lugar en el que tienen rostro y valor.

Cristián afirma que su labor es importante. Sandra Cubillos y los 5.000 recicladores más que pertenecen a la ARB, también. Sandra, una mujer de cejas delgadas, y delineado de gato en los ojos, además de ser recicladora, se ha encargado a través de la asociación de ofrecer charlas de conciencia sobre el reciclaje.

A ella lo que menos le importa es el rechazo físico que expresan hombres como el de pantalón y camisa. Ella sabe que lo relevante está en su labor: “nosotros como recicladores tenemos que sensibilizar”, expresa con un tono de voz más firme y apacible que la de Cristián. Tal vez son los años de experiencia, pues ella tiene 35 y trabaja desde los 15. Ya se acostumbró a las malas miradas, pero no a que las personas no saben reciclar.

—Mire, es sencillo. Si nosotros no hacemos esto, nunca se reducirá la basura generada. Se seguirá produciendo más plástico, más papel, más cartón y todo tiene consecuencias en el medio ambiente. El planeta ya no tiene cura, pero nosotros le damos un poco de vida a lo que queda de él— comenta. 

Al dividir el material, llevarlo a esas estaciones y posteriormente venderlo a las grandes industrias, se reduce la producción de lo que puede ser reutilizado. Ella/os son las que salvan el material para no producir más del mismo.

 

Tabla de empresas a quienes la ARB vende su material. Fuente: Sandra Cubillos.

 

El único material que no está a la venta en este momento en la ARB es el plástico, porque lo está regalando a un grupo de recicladores llamado Gaiarec, el cual decidió crear una planta de producción de madera plástica.

Así, un material no solo se está reutilizando, sino que con él se está creando uno nuevo, para detener las motosierras en las selvas y bosques y para que los animales no huyan de su hábitat natural.

Ni la ARB ni Gaiarec quieren convertirse en multimillonarios reconocidos que se lucran gracias a su ayuda por el medio ambiente.  Ambas son sociedades sin ánimo de lucro. Cristián lo es a su manera, porque sus ingresos están destinados únicamente a retribuir a su empresa: su cuerpo. Esa que le proporciona la fuerza para al otro día continuar.

Cristian seguirá siendo fantasma en medio de 7,181 millones de habitantes bogotanos. Un fantasma que tiene los pies fuertes para recorrer kilómetros y brazos para cargar cientos de kilos. Kilos necesarios para hacerle peso a la deforestación de árboles y al consumo de energía y agua excesivo.

Seguirá el sonido de los pasos. Un, dos,

un, dos,

 

un, dos

 

La respiración seguirá sonando como otro instrumento.

Esa es y será la melodía de un o una recicladora en Bogotá, así nadie quiera oírla.