Arte audiovisual en el conflicto armado colombiano para “hacer visible lo invisible”

Lunes, 04 Mayo 2020 17:02
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Erik Arellana, docente de cine documental, integrante del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes del Estado, periodista, documentalista y artista de formación, explica la visión actual de la fotografía y el documental como herramienta fundamental en la construcción de paz en Colombia.

Retrato de Erick Arellana Bautista||| Retrato de Erick Arellana Bautista||| Ricardo Robayo Vallejo|||
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Erik Arellana Bautista se define a sí mismo como un poeta, pues, según dice, es la cosa que más le gusta ser, y hacer, en la vida. En diálogo con Plaza Capital, contó cómo la fotografía, junto con los diferentes medios de documentar, se ha tornado en un medio primordial para contar y comunicar los testimonios e historias de vida de las víctimas del conflicto; las cuales  muchas veces han permanecido ocultas o en el olvido.

Ciro y yo, del año 2018 y dirigido por Miguel Salazar, es un ejemplo de documental que parte de este postulado. Pues mediante entrevistas, fotografías, tomas cinematográficas y con la voz en off del propio director, quien es amigo del protagonista hace veinte años, conduce al espectador a través de una historia personal dolorosa, que sirve como eje para articular los diferentes acontecimientos en la historia del conflicto armado colombiano. Este trabajo le da voz a la historia de Ciro, un sobreviviente a quien “fuera donde fuera, la guerra siempre lo encontraba” y que aún después de 60 años de huir de la guerra, sueña con vivir en paz y dignidad.

Esta pieza, tal como muchas otras, además de funcionar como un medio que aporte a la no repetición de los hechos, se muestra como medio para generar relatos de memoria y para “brindar voz” a aquellas personas a quienes les fue retirada. Es precisamente esta posibilidad de brindarle voz a aquellos que no tienen, a quienes les fue silenciada, o a quienes no se escucha, lo que se ha convertido en el principal argumento para brindarle una dimensión política, además de un carácter de reivindicación, al documental y a la fotografía. De hecho, el mismo Erik Arellana decidió utilizar estas herramientas, en conjunto con otras formas de arte, por esta misma razón. Pues a través de estas es que ha podido tramitar el dolor que le dejó la desaparición forzada de su madre, Nydia Erika Bautista, quien fue militante del M-19 y fue detenida, torturada y desaparecida hace más de 30 años.

 

Dar la voz, visibilizar lo recóndito

 

¿Cuál es el alcance del uso de fotografías y documentales como forma de generar memoria colectiva en la reconstrucción de paz en Colombia?

La fotografía ­­­­—explica Erick— ha tenido mucha influencia en esa forma de documentar la realidad. Siendo esa plataforma de representación, se convirtió en una herramienta fundamental para demostrar que lo que se estaba hablando en muchos casos eran testimonios, relatos y reconstrucciones a partir de las experiencias; la imagen funcionó muy bien para demostrar que esos acontecimientos habían sucedido. Ese uso de la fotografía se expandió a lo largo del mundo para demostrar, sobre todo en estos procesos relacionados principalmente con la violencia, que aquello de lo que se estaba hablando eran acontecimientos que realmente habían sucedido.

En Colombia, especialmente, les sirvió a muchas comunidades vulnerables para demostrar ese impacto de la guerra. Un ejemplo de esto es el reconocido trabajo de Jesús Abad Colorado, pues esa forma de representación tiene un significado que ha ganado una connotación especial en nuestra sociedad.

Jesús Abad Colorado, reconocido comunicador social, fotógrafo y periodista, es uno de los colegas de Erick que ha demostrado creer en la fotografía como herramienta clave. Según él, su  exposición “El Testigo, memorias del conflicto armado” buscó ser una muestra de ello. Esta exhibición reunió más de 500 fotografías en las que se buscó narrar de manera fragmentada, y en relación con las víctimas, las memorias del conflicto armado colombiano; de las cuales él fue testigo durante 30 años. La muestra tuvo tal impacto que fue visitada por más de 400.000 personas y el cierre de la exposición se tuvo que prolongar. Después de su logro, en una entrevista con el diario El Tiempo explicó que “en un país donde la palabra no se respeta, el trabajo fotográfico es una forma de dar testimonio de esta sociedad”.

“Este mismo uso de la fotografía —continuó relatando Erick— fue apropiado por algunas comunidades, como la comunidad de San José de Apartadó, las comunidades campesinas del Nordeste Antioqueño, o algunas comunidades Afrocolombianas, para demostrar no únicamente lo que había sucedido frente a los hechos de conflicto, sino el cómo habían unos procesos de vida anteriores a estos que fueron transformados por esos sucesos de violencia. Es allí donde se demuestra su utilidad, en el sentido de reivindicar la verdad, la justicia y la reparación; reclamos hechos por nuestra sociedad colombiana. Y en todo ese escenario la fotografía ha cumplido un rol fundamental”. 

Arellana Bautista también comentó que muchos de los trabajos realizados por sus colegas y por él “han logrado hacer visible lo invisible, han logrado traer al escenario público una cosa que supuestamente le correspondía únicamente a la esfera privada de los familiares que habían experimentado estas luchas humanas”. De igual forma, enunció que, en un sentido profesional, “también hay unos trabajos que tienen una preocupación estética, que tienen una preocupación narrativa en donde no solamente buscan reflejar y describir esos acontecimientos, sino que, a su vez, se preocupan por llegar a ese público ­—el distante— y mover su sensibilidad para que comprendan hasta dónde puede llegar el daño causado”.

Esta misma visión la comparten muchos de sus colegas. Patricia Ayala, directora de Cine Documental, por ejemplo, manifestó en una entrevista para Canal Trece que toda producción audiovisual puede interpretar artísticamente una realidad, que puede reconstruir una historia e, incluso, que puede lograr que quienes observen la pieza se sientan parte del escenario expuesto.

“No hubo tiempo para la tristeza”, un documental del Centro Nacional de Memoria Histórica que narra los orígenes del conflicto armado interno en el país y las historias de quienes lo vivieron cara a cara, materializa estos postulados. El propósito que buscaba cumplir este documental era el de sensibilizar a los espectadores sobre los impactos que deja el conflicto armado en la población civil, así como establecer que “Colombia no puede permitir que la atrocidad de la que los participantes cuentan ser testigos se repita”. Para esto, hombres y mujeres víctimas de más de 50 años de confrontación armada, y de diversas regiones de las más golpeadas del país, hablan de sus tragedias y dan testimonio de las crueldades de la guerra; pero, de igual forma, en modo de catarsis, cuentan sus esperanzas y sueños.

 

¿Un “medio fundamental” para la paz que contrae riesgo?

 

Aunque este tipo de documentales ofrece la posibilidad de hablar en pro de la reparación, el mismo contexto no lo hace fácil. Una sociedad como la colombiana, que a lo largo de su historia ha sido abatida y azotada por el conflicto, continúa perpetuando violencia hacia quienes se atreven a realizar este tipo de productos.

Erik, ¿cuáles implicaciones considera usted que padecen los periodistas, fotógrafos o en general cualquier persona que haya decidido realizar estas piezas?

— Las implicaciones son múltiples. Hay que entender que el ejercicio de la prensa crítica en nuestro país ha dejado bastantes víctimas. Reporteros sin Fronteras y algunas organizaciones como la FLIP (Fundación para la Libertad de Prensa) han mostrado distintos niveles de censura frente a ese trabajo realizado como un ejercicio crítico frente a la violencia y frente a distintos actores en el país. Las implicaciones, según lo he visto y lo he estudiado, van desde la censura, el obligar a la gente a mantener silencio para permitirles conservar sus puestos de trabajo, hasta la amenaza, la persecución y el asesinato. Aquí se han asesinado más de 200 periodistas, de hecho, si no recuerdo mal, doscientos treinta y cinco era la cifra que había dado la Fundación para la Libertad de Prensa en un estudio sobre la persecución contra periodistas en Colombia. Incluso, durante muchísimo tiempo, a finales de los noventa y a principios de los 2000, Colombia ocupó el primer lugar más peligroso para el ejercicio del periodismo.  Es así como las implicaciones son bastas, y han llevado, por ejemplo, a que muchos de estos comunicadores no solamente se desplacen dentro del territorio, sino que muchos hayan tenido que salir al exilio debido a este trabajo; otros tantos, por su parte, han tenido que cambiar de profesión y de oficio para poder conservarse a sí.  Por lo que, podríamos decir que, los niveles de impacto frente a esa prensa crítica y, digamos, de alguna manera, comprometida con las víctimas son extremos.

Según la Fundación para la Libertad de Prensa, en Colombia, a lo largo de 81 años, han sido asesinados 160 periodistas por razones de oficio y, según la misma organización, hoy en día Colombia es el cuarto país más peligroso para el ejercicio del periodismo.

La respuesta brindada por Arellana Bautista expone una cruda realidad. Los grupos paramilitares, los grupos guerrilleros, los narcotraficantes y agentes del Estado se han ensañado con víctimas, periodistas y medios de comunicación con indudable crueldad. La creación de estas piezas puede implicar recibir amenazas contra la vida de sus seres queridos o la de su persona. Al igual que la posibilidad de enfrentarse a una constante censura ante actores que, tengan o no legitimidad, buscan silenciar sus voces por diversas razones e intereses. Por esta misma situación, víctimas que se atreven a hablar, o cualquier tipo de realizadores de este material, terminan muchas veces optando por la autocensura; situación poco beneficiosa para la misión de una reconstrucción histórica de un conflicto que ha dejado millones de víctimas.

Juan Carlos Arias, exdirector del Museo Nacional de la Memoria, en compañía de Gonzalo Sánchez Gómez, director del Centro Nacional de Memoria Histórica desde su creación hasta el año 2018, intentaron brindar solución a esta problemática. En una entrevista con el periódico el colombiano, en el año 2013, se les preguntó el cómo era posible blindar a esas víctimas que mediante proyectos de memoria intentaban, e intentan, hacerse visibles y que pueden llegar a ser vulnerables. Ante este planteamiento, Juan Carlos respondió que “mucha gente entrega información bajo reserva y, por tanto, se deben de efectuar mecanismos para este tipo de información. Hay que hacer una legislación para eso. El tema de la identidad del testimoniante hay que protegerlo así como también su información". Por su parte, Sánchez estableció que ellos conocían el riesgo del testimonio y la necesidad de su protección. En muchas de las situaciones no se pone el nombre de las personas, esto está dentro de los protocolos de seguridad porque hay responsabilidades y obligaciones que hay que atender”, dijo el exdirector del Centro Nacional de Memoria.

Un mecanismo muy similar al de Gonzalo Sánchez es el que parece seguir Erik Arellana, pues él plantea que, al ser constante la participación de las víctimas, él no publica ningún trabajo audiovisual o fotográfico si no cuenta con la aprobación de ella o si esta no está de acuerdo con el producto final.

El poeta y periodista explicó sus lógicas de trabajo; uno colaborativo, participativo y cooperativo. Y es precisamente bajo esas lógicas que, según él, se consigna su producción: “El trabajo siempre ha sido tratar de identificar cuáles son las necesidades de las personas para así enunciar y documentarlas y, ya a partir de eso, darle una estructura y tener unos dispositivos narrativos para obtener un trabajo estético en sí mismo y que pueda resultar como una especie de producto. La posibilidad de hablar, de ser escuchada, es fundamental para una víctima, y, una vez esto se logre, se trata de que sus reclamos sean atendidos de acuerdo al nivel de exigencia de estos. Se trata de entender qué es lo que quiere enunciar, qué es lo que quiere, en muchos casos, denunciar e, incluso, qué es lo que quiere transformar”.

Las lógicas de trabajo, los protocolos de seguridad para las víctimas y los realizadores, los objetivos que se proponen de escucha y reproducción en las diferentes piezas es lo que permite que las víctimas retomen su voz y obtengan un proceso de reparación integral a través de los audiovisuales, pues así se permite acceder a esta “otra mirada” que nunca, o bien poco, había sido visibilizada y escuchada, y que había sido opacada por el conflicto. Arias, en su libro “Fronteras expandidas. El documental en Iberoamérica”, estipuló que “la voz de las víctimas, amplificada en la forma de testimonio audiovisual, se ha convertido en un medio privilegiado para hacer imaginable una realidad intolerable que de otro modo permanecería inaccesible para los espectadores del conflicto”.

Es así como una de las frases de Erik cobra tanta relevancia: “hay que cuidar todo el esfuerzo impulsado hacia esta tarea del arte social”, pues como sociedad, la responsabilidad y el trabajo no solo le compete a las víctimas y a los “voluntarios” que disponen su trabajo, sino a todas y todos.