Julia Peña entró a la fundación en el 2003; no dudó un instante en unirse al proyecto que había creado su amiga Amanda un año atrás cuando le comentó en qué estaba trabajando, pues el sitio requería de personas con vocación y conocimientos como los suyos en pedagogía reeducativa. Se unió a ayudar solo por convicción en la causa, pues en ese entonces no se podía hablar de un sueldo propiamente. Fundacaex dependía enteramente de la disponibilidad y amabilidad de los voluntarios universitarios que iban cada tanto tiempo para existir.
Había veces en las que unos voluntarios debían cancelar su visita por varios motivos, lo que dejaba a los niños ese día sin posibilidad de guía académica para hacer sus tareas. Pero en eso, siempre aparecía Julita, como le decían los niños, al rescate, pues iba todos los días a servir en este trabajo en el que aún no le pagaban. Poco después, Amanda decidió que era mejor contratar pedagogos de planta que pudieran estar siempre para los niños y así no depender de las posibilidades de los voluntarios para enseñar. Por supuesto, Julita fue la primera.
Fundación Casa de Apoyo en Excelencia (Fundacaex) es una organización benéfica con sede en la calle 127D con carrera 51ª, en el barrio Prado Veraniego Norte, dedicada a la alimentación y educación de niños de familias vulnerables de la zona. Todas las tardes entre semana realizan una jornada complementaria a la escolar para apoyar el proceso académico de estudiantes de colegios cercanos y alejarlos de los peligros que las calles suponen para los niños que asisten solo a media jornada escolar.
El día a día en Fundacaex
El día en la fundación arranca a las 11:45 de la mañana. Los primeros niños son dejados por sus padres después de su jornada escolar y antes de que ellos salgan a trabajar. Algunos son recicladores, otros vendedores ambulantes y otros comerciantes. La fundación se creó para evitar que los niños acompañen a sus padres en el resto de su jornada: “por verlos en los parques, en los semáforos vendiendo con sus padres en vez de ir a estudiar, me pregunté ¿qué puedo hacer yo personalmente por ellos?”, dice Amanda Mancera, la fundadora, sobre su motivación para haber empezado todo.
Al entrar por la reja del patio convertido en el salón cubierto de preescolar y primaria baja, los más pequeños giran a su derecha, dejan su maleta contra la pared, toman cada uno una silla plástica de colores y la ubican frente a mesas de las mismas proporciones para empezar sus actividades. Mientras tanto, los mayores, que van hasta los 15 años, siguen derecho a los comedores grandes del fondo que hacen las veces de escritorios. Sobre esas mesas realizan todas sus actividades de cada día los 70 niños afiliados a la fundación.
Más allá de los comedores, al otro extremo del largo pasillo único, que es la primera planta de la casa, se encuentra Triana en la cocina ya terminando de preparar los almuerzos que se servirán a la una de la tarde. Hoy es fríjoles, arroz, huevo, ensalada, sopa de cebada y jugo de naranja. Los lunes y viernes se les da comida doble para compensar el ayuno que muchos viven los fines de semana en sus hogares. Triana lleva trabajando en la fundación 16 años y conoció el que hoy es su lugar de trabajo cuando le recomendaron el sitio para la educación de su propio hijo, que duró más de ocho años asistiendo y hoy ya es un ingeniero profesional de 28 años.
Es una cocina grande para una sola persona: cuenta con dos neveras, una estufa y tres mesones largos de madera color abedul. Tiene dimensiones suficientes para grabar un programa de cocina modesto, pero es apenas espacio suficiente para colocar los 70 platos que se van a servir. En las mesas de afuera los niños ya han empezado a hacer las tareas que les dejaron en sus cuadernos escolares. Cuando Amanda abrió la fundación, hace más de 20 años, eran solamente quince niños. Entre ese grupo había una que este semestre se graduará como psicóloga: “Ella vendía dulces en la calle, ahora vende apartamentos en lo que termina su universidad”, cuenta Amanda.
Entre los comedores-escritorios se pasean constantemente Doris y Elcy, las profes de la fundación. Van vestidas con batas de laboratorio llenas de esferos en la mayoría de sus bolsillos, y se la pasan de pie prácticamente todas las cinco horas que dura la jornada de la tarde atendiendo dudas de los niños y dando instrucciones.
Ambas resaltan que, de igual importancia que el apoyo académico que dan a los estudiantes, son los valores y espiritualidad que en la fundación se les inculca desde temprana edad: “cuando acaban sus tareas, hacemos talleres adicionales enseñando alguna parábola de la Biblia, o sobre ética, buscando enseñar valores como el respeto, la honestidad, y el santo temor de Dios”, dice Doris mientras atiende las mesas de los niños de 3° a 5° de primaria. En la pared de baldosa blanca detrás suyo está escrito con marcador rojo una lista de lecciones del último taller que tuvieron: 1. Colaborando haciendo oficio en mi casa, 2. Dar de comer al que tiene hambre, y 3. Visitar a los enfermos.
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Los retos de la fundación
En una mesa pequeña puesta contra la pared hay una maqueta de la casa en la que opera la fundación, pintada de rojo arcilla como la fachada exterior de la casa. Todos sus detalles son iguales, salvo que es el doble de ancha que la real, como si se calcara una copia de la casa y se pegara al lado.
Sobre las ventanas del segundo piso de la maqueta se lee “la casita de al lado”, un proyecto en el que viene trabajando Amanda hace más de un año, que es poder comprar la casa de al lado para expandir el espacio y dar un mejor servicio a los setenta niños que ya no caben con comodidad en la casa de la fundación y poder inscribir más niños. No ha sido fácil, pues calculan que estarán necesitando mil millones de pesos para la compra y adecuación del espacio.
Durante los diez años que trabajó en la fundación, Julita sostenía personalmente cerca del 60% de la financiación de la fundación con empresas que ella conocía y una propia, pero ya no reciben ese mismo apoyo financiero. El 22 de octubre de 2013, Julita falleció de un cáncer que la sacó de la vida de estos niños muy pronto: “eso se llevó a los benefactores, se llevó todo. Desde esa fecha, hemos estado sufriendo mucho con la consecución de recursos, es lo que más nos cuesta. El sostenimiento mensual de esta casa llega a 18 millones de pesos, sin renta que afortunadamente no pagamos, porque serían otros 5 millones mensuales”, añade Amanda.
Llegadas las cinco de la tarde, aparecen en la puerta los padres de los niños a recogerlos, la mayoría andando en bicicleta. Conforme van saliendo, las profes le dan un breve informe a cada papá de cómo va el pequeño con sus tareas y cómo se ha comportado. Entretanto que los recogen, todos los alumnos adentro ayudan a recoger las sillas plásticas, sus materiales de trabajo, limpian las mesas y hasta barren el suelo. Tienen muy buen cuidado de su fundación. En el muro al lado de las escaleras que llevan al piso de arriba, donde vive Amanda, hay una placa conmemorativa que da nombre propio a esta jornada de la tarde que acaba de terminar: “La Alegría de Julita”.