Historias de cementerio

Viernes, 20 Abril 2018 08:54
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En Bogotá hay 16 cementerios en donde conviven diariamente vivos y muertos. Hoy nos adentraremos a uno y conoceremos algunas microhistorias con el más allá.

El cementerio Renacer de Suba se encuentra ubicado en la Calle 145B No. 89-03. Fotos: Melissa Ruiz||||||||||||||| El cementerio Renacer de Suba se encuentra ubicado en la Calle 145B No. 89-03. Fotos: Melissa Ruiz||||||||||||||| |Fotos: Melissa Ruiz|Fotografia por: Melissa Ruiz|Fotografia por: Melissa Ruiz|Fotografia por: Melissa Ruiz|Fotografia por: Melissa Ruiz|Fotografia por: Melissa Ruiz|Fotografia por: Melissa Ruiz|Fotografia por: Melissa|||||||
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El cementerio Renacer de Suba se encuentra ubicado en la Calle 145B No. 89-03, en los límites de la ciudad de Bogotá. Exactamente a seis cuadras del recinto, queda el símbolo de una de las tragedias más grandes de Colombia: la estación de Transmilenio 21 Ángeles. Esta recibe ese nombre por el accidente de un autobús escolar, al que le cayó encima una máquina recicladora de asfalto, causando la muerte de 21 niños, de los cuales tres se encuentran enterrados en el cementerio. El lugar de reposo de estos tres ángeles, fue donde pasamos todo un día y descubrimos qué ocurre cuando las puertas se cierran, solo quedan tumbas y solo dos personas las acompañan.

El domingo 25 de febrero, me encontré a las 12 del día con el sepulturero del lugar, José*. Es un hombre de 45 años de edad, con una estatura promedio y piel morena como el azúcar. Muy amablemente me saludó y me invitó a seguir a la oficina de administración, ese sería el lugar para dejar mis cosas y donde pasaríamos la noche. Nunca nadie duerme en el cementerio, ya que existe la leyenda de que los espíritus indígenas llegan a buscar asilo por sus almas pecadoras y atacan a cualquiera que se encuentre allá. Así, que el único vivo que se atrevía a estar allí, era él, pero lo hacía muy pocas veces y solo cuando fuera necesario. Me dijo que había accedido simplemente porque por fin alguien vería lo que él ha visto por más de 15 años.

Primero dimos un recorrido por el lugar. Es una estructura completamente circular, hay tumbas de más de dos metros de alto en todas las paredes y, en la parte central, se encontraban los cajones donde se depositan las cenizas. También tenía una pequeña zona verde, con troncos de árboles para sentarse; una virgen, para los “rezanderos”, como dijo José; y un Cristo crucificado, en el cual se podía leer: para que su alma recuerde los pecados. A mano derecha de la imagen, se encontraban las primeras paredes de tumbas, altas, blancas, frías y algunas con bellas lápidas, otras simplemente selladas, sin nombre del difunto. Por encima de este bloque de lechos de muerte, se encontraba, irónicamente, un aviso grande de seguros Salud Vital Codensa. Creo que a los únicos que lo pueden ver, ya no les sirve.

Por una escalera estrecha se ascendía a un pequeño balcón, donde descansan los restos de los tres ángeles y otros niños más. Su última morada poseía una ventana de color naranja, que funcionaba como mirador, se podía ver la ciudad de Bogotá completa. Allí el aire era más frío aún, era el lugar menos concurrido del cementerio y, aun así, no se sentía soledad en el ambiente. Era como si las tumbas fueran gabinetes, donde simplemente hay personas sentadas, mirando al horizonte. Así lo describe José, cuando se le pregunta por el balcón, dice que, cuando se siente solo, sube allá y los niños lo acompañan, en las noches heladas de la capital.

Después de revisar el balcón, bajamos al primer piso y seguimos el curso de la estructura circular. Las paredes estaban llenas de lápidas y epitafios en ellos, cada uno distinto al anterior y con solo un jarrón por muerto. Las flores eran tantas que podía parecer que se estaba en un Jardín Botánico. Los mausoleos familiares abundaban por esa área, como el de la familia Rodríguez Gachana o la Pérez de San Basilio, pero también había tumbas cerradas con un solo difunto, como el de la señora Jerónima González de García. Un hombre estaba parado frente a ella, con flores en la mano, era su quinto bisnieto, que venía desde Austria solo para verla después de 10 años. Tenía miedo de llegar y no encontrarla, no habían pagado nunca por la tumba.

Al seguir caminando entre los muertos, me di cuenta de la diversidad de lápidas que había: algunas con grandes poemas y frases, otras con fotos y, otras como la de José Gómez. Llevaba unas grandes puertas, como las de una típica casa antioqueña, y unas palabras de sus familiares: siempre en nuestros corazones. Al acercarme más a su tumba, mis pensamientos fueron interrumpidos por el grito agudo y fuerte de una niña. Una pequeña de tres años lloraba en un corredor cercano. Sus cabellos eran dorados, su figura rechoncha y sus cachetes rojos como una manzana. Su abuela corrió inmediatamente a detener su alboroto, le tapó la boca y le recordó que con sus gritos iba a despertar a su abuelo Emilio. Él había muerto hace dos años.

Justo después, una mujer me llamó por los hombros y, al verme con el sepulturero, me empezó a preguntar por la ubicación de algo. No supe cómo responderle, así que me maldijo entre dientes y se fue en la dirección opuesta, creo que iba de mal humor. Empecé a ver recurrentemente pequeños huecos oscuros en las paredes, por los que una tenue luz se filtraba, al final entré en uno de ellos. Sorprendentemente, había más tumbas que las que se encontraban afuera; las paredes eran más altas y frías; arañas descendían sobre las lápidas, que databan del siglo pasado; y en el suelo, casi a punto de derretirse, siete velas. Iluminaban el recóndito lugar y reposaban al lado de una frase escrita con marcador negro: La luz es la guía en el más allá.

Un balón cayó afuera del hueco, José corrió apresuradamente hacia fuera y yo detrás de él. Los dueños del juguete eran cinco pequeños, con miradas de ternura y con la frente llena de sudor de tanto correr. José les explicó que en el cementerio no se jugaba, pero de repente, la mamá de los niños llegó. Con un solo grito hizo que sus hijos se pararan derechos y le dio a cada uno una palmada en la cola, poco le importaba que nosotros siguiéramos ahí. Se los llevó, no los volví a ver en toda la tarde y tampoco vi rastro de su pelota. Ellos disfrutaban del lugar mucho más que los cadáveres que vivían ahí.

Algo bastante curioso del cementerio eran los papeles pegados fuera de algunas tumbas. Eran avisos de no pago por el aposento. Enunciaban a los familiares que sacaran los restos o que pagaran, muchos no lo hacían, como la familia de Vicente Rodríguez. Ese día su mamá y su prima sacaban sus restos. José despegó cada una de las esquinas de la lápida, que tenía un escudo de Millonarios, y saco con una escoba el polvo que quedaba de Vicente, la metió en una caja y se dirigió al centro del lugar. Allí habían pagado un pequeño espacio para los restos del joven, iba a descansar junto a una persona sin nombre. En los huecos donde se colocaban los restos de los cuerpos o las cenizas de los difuntos, había la posibilidad de mandar a hacer un pequeño epitafío o escribirlo a mano. Mientras los demás rezaban en voz alta, una mujer escribía exactamente eso con un marcador Sharpie. Vicente dormiría eternamente al lado de un Sebastián sin tílde y un sin nombre. Al parecer, hasta en el más allá se puede saber quién tenía dinero o no.

Terminamos nuestro recorrido del lugar en el mausoleo donado por los célebres padres de la ciudad. En una escalera alta, una mujer de cabello rojo pegaba unos pequeños carritos a una tumba, era el último niño descendiente de los fundadores de Bogotá y soñaba ser conductor de autos de carreras cuando fuera grande. Ese mausoleo en especial, no olía a polvo o a tierra, olía a perfume de mujer. José me contó que era uno de los misterios del lugar, siempre el aroma era dulce y, sin él saber por qué, nunca se iba, nisiquiera con la lluvia o las obras de adecuación. La mujer que había pegado los autos se acercó y me dijo que olía al perfume de su abuela. Creía que su “nana” mesía a su hijo en la eternidad y lo mantenía dormido, sin dolor, con su aroma.

Las puertas se cerraron a las cuatro en punto de la tarde. José puso dos candados alrededor de la puerta y se dirigió a la oficina. Allí me contó historias sobre cómo los espíritus indígenas volvían al lugar porque habían sido desterrados de sus aposentos. Cuando se realizó la implementación de TransMilenio en los lugares cercanos, se cortó un pedazo grande del cementerio y esa era la parte más antigua del mismo. Por eso sus almas deambulaban en busca de descanso eterno. A las 12 de la noche, José me invitó a hacer el mismo recorrido de por la tarde, los cuervos sonaban a lo lejos y la noche era más oscura de lo que recordaba. Caminamos entre las tumbas un rato, cuando José notó algo extraño. En la lápida de una mujer llamada Concepción habían escrito: MOZA DE PARTE DE SUS ENEMIGOS. Cuando habíamos pasado antes no estaba, las puertas se cerraron y nadie, aparte de los dos, quedó adentro. Lo más raro era que la señora murió en 1970, creo que sus enemigos creían que la venganza llegaría al más allá.

Ya casi íbamos a terminar cuando un golpe seco sonó al fondo de uno de los huecos. La tierra caía dentro como si un animal estuviera sobre las tumbas. José alumbró rápidamente con la linterna, no había nada y el sonido se detuvo con la luz. Seguimos caminando hasta que llegamos a la oficina. No salimos después de eso, el sepulturero me decía que no me asustara y que eso era normal. Hasta las dos de la mañana aguanté, no pude seguir más ahí, entre tumbas, frío y oscuridad. Le agradecí a José y me fui. Ese lugar solo era para los vivos de día y de noche era territorio de muertos.

*Nombre ficticio para proteger la identidad del personaje real