Un día en un hogar de paso para ancianos en estado de indigencia

Sábado, 24 Septiembre 2016 11:00
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Sesenta cupos, sesenta rostros arrugados y con un aire de tranquilidad por ver su entrada cerca. Sesenta personas que con más de sesenta años viven en las calles y por una noche pueden dormir sin miedo.

|||| |||| Fotografía: Sarah Sofía Castillo||||
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Sesenta cupos, sesenta rostros arrugados y con un aire de tranquilidad por ver su entrada cerca. Sesenta personas que con más de sesenta años viven en las calles y por una noche pueden dormir sin miedo.

A las cinco de la tarde llego a un hogar de paso para los adultos mayores en estado de indigencia. Lo primero que veo es una fila de media cuadra de abuelitos que esperan alcanzar a recibir una ficha para poder ingresar esa noche al centro, tener un plato de comida y una cama con cobijas. Me revisan el bolso y entro, me dicen que espere en el comedor donde aún están organizando mesas y sillas. El centro huele muy bien y los trabajadores me sonríen al pasar por mi lado.

Al ver que no había acción decido salir a fumar, el celador del lugar me indica que debo hacerlo a la vuelta para que los abuelitos no me vean, ya que según él es un mal ejemplo para ellos. Así lo hago, en la calle veo sentada a una señora con una bolsa de basura al lado y en las piernas unas flores muy bonitas. Me acerco para preguntarle si son de verdad, lo cual me niega, me dice que son de porcelanicrom, y me muestra el resto de su trabajo (tarjetas y muñecos). Quiero comprarle algo, pero nada está terminado. Me despido y me voy, ella se despide con una sonrisa y me bendice. Cuando estoy entrando hay un señor en la puerta, calculo que tiene 70 años. Le pregunta a la trabajadora social si hay más cupos, le dice que no alcanzó a llegar temprano para tomar una ficha, ante la negativa de la trabajadora él responde ‘‘me va tocar echar anden otra vez, ni modo’’. La respuesta me desconcierta, no puedo creer que un señor de esa edad tenga que dormir en la calle, y aun peor, que los trabajadores del centro se hayan acostumbrado a los ruegos de ancianos que hasta sus familias han abandonado.

Ya son las seis de la tarde (hora del ingreso al hogar, dos de las trabajadoras se sientan en una mesa con unas planilla, para recibir las fichas al tiempo que toman los datos de quien ingresa, el celador que me dijo que era un mal ejemplo le da órdenes a un muchacho nuevo, también vestido de celador. Le indica que requise muy bien, sobre todo en las medias porqué ahí se metían los cigarrillos. Al hogar no pueden ingresar cigarrillos, alcohol, armas corto punzantes ni encendedores. Las bolsas que traigan se deben quedar abajo, en el comedor, no pueden subirlas a las habitaciones y solo pueden ingresar las personas con ficha. El nuevo celador se ve un poco confundido con todas las órdenes, sin embargo no pregunta nada y solo asienta con la cabeza. Abre la puerta y, como me lo esperaba, se enreda con las requisas (nunca les revisa las medias). Me asombro del cariño que demuestran hacia las trabajadoras, las saludan, las bendicen y unos incluso les llevan dulces. Ellas también demuestran afecto hacia ellos, les dan la mano, les sonríen; hay a quienes saludan por el nombre desde que están entrando y a otros les preguntan porque no habían vuelto.

Poco a poco se desvanece el olor a limpiador, comienza a oler a suciedad y a olvido. Para mi asombro veo entrar a la señora que horas antes hacía flores de porcelanicrom, porque no parece una mujer que viva en la indigencia, se ve muy limpia, trabaja en las calles con sus artesanías y va a dormir todas las noches al hogar de paso. Los abuelitos suben a bañarse y cambiarse de ropa en la medida que van llegando, cuando bajan a reclamar su plato de comida se ven mucho más frescos, sin frío ni preocupaciones. En sus rostros se ve la tranquilidad que se siente al llegar en la noche a casa después de un día pesado. Comen mientras ven televisión (el canal se decide por mayoría de votos), pasa la propaganda del plebiscito y un señor dice: “Yo sí apoyo el plebiscito, porqué yo he perdido a mucha familia en la guerra”. El resto de ellos guardan silencio hasta que pasa la tensión que se genera en el ambiente.

En ese momento veo que un señor insiste en que él puede vivir en comunidad. Los funcionarios le reiteran que su EPICRISIS (historia clínica) revela que es bipolar y él sabe que personas con enfermedades mentales no pueden asistir al centro. Uno de los abuelitos que está sentado comiendo al oír lo que sucedía le da una papa salada, el jugo y la ensalada, otro de ellos se acerca para explicarle paso a paso cómo llegar a una residencia en la cual puede dormir una noche por seis mil pesos. Me acerco para preguntarle su nombre, Hugo Bolaños, responde. Dice que él ya no quiere dormir, se va a ir a un sitio donde puede hablar y bailar toda la noche. Describe el lugar como un capítulo del libro Bajo la región más transparente, es un lavadero de autos en la carrera séptima con calle primera. Hugo dice que hay juegos y baile, que la gente llega a tomar café y hablar con quien quiera. Le pregunto cómo se gana la vida. Me responde que trabaja en lo que le salga y por sesenta mil pesos hace las labores del hogar mejor que cualquier mujer.

Tiene 61 años, es oriundo de pasto y vino a Bogotá para educar a sus hijos. Me dice que estudió arquitectura, trabajó en la Contraloría Nacional y en un hospital dando la inducción a los médicos y autorizando las operaciones, ya que él sabe más de medicina que cualquier médico. Luego me pregunta si sé dónde queda la Caja Nacional, le respondo que no. Él me dice que cómo no voy a saber dónde queda, me pregunta: “¿qué estudia usted?”. Rápidamente digo: “periodismo”. Él responde: “¿en qué nivel de educación está eso?”, me mira y me pregunta seriamente si ya termine el bachillerato. Quedo altamente desconcertada, creo que trata de tomarme del pelo, pero ante su rotunda seriedad con el cuestionamiento solo le digo que sí terminé el bachillerato, me despido y me siento al lado de otro abuelito que me está mirando.

Al centro no pueden ingresar personas con enfermedades mentales porque están conviviendo en comunidad, tampoco aquellos con discapacidades o limitaciones físicas, pues el centro no está capacitado para responder ante alguna dificultad que puedan llegar a presentar. La trabajadora social me comenta que no es fácil lidiar con las enfermedades de los abuelitos, cuentan con enfermería, pero en realidad están muy limitados para prestarles ayuda oportuna. A comienzo de año una de las personas que frecuentaba el lugar murió de un paro cardiorrespiratorio después de bañarse. “¿Qué hacen en estos casos?”, le pregunto. “Si ellos tienen familia, les avisamos para que entierren el cuerpo, de lo contrario llaman a la Fiscalía, llega el hospital del sector, revisan la epicrisis, hacen el levantamiento del cuerpo y lo dejan en una fosa común”.

Le pregunto al hombre con el que me siento cuántos años tiene, me dice que 74 y que tiene 6 hijos. ‘‘Un padre es capaz de criar 6 hijos, pero ningún hijo es capaz de hacerse cargo de un padre, por eso estoy aquí’’. Me pide que le cambie el nombre si público su entrevista, pues no quiere que sus exesposas se den cuenta que él está ahí. Él vende cubiertos en los restaurantes y medias a 2 mil, 3 por 5 mil. Tras preguntarle los motivos que lo llevaron a ese estado económico me dice: “desde que cogieron a los hermanos Rodríguez Orejuela muchos nos fuimos a la quiebra, no porque ‘traquetiaramos’, sino porque ellos movían las finanzas de muchos negocios en Cali”. Me dice que al verse casi arruinado vino a Bogotá a montar un negocio de costura (como lo tenía en Cali) con tan mala suerte que se encontró con que los capitalinos no mandaban a hacer trajes, ya todo lo compraban hecho.

Dice que ninguno de sus hijos pueden ayudarlo, porque a pesar de ser todos profesionales tienen hijos y responsabilidades que les impide pagarle una habitación digna a su padre. “Hace un año vi a uno de mis hijos en la calle y lloré por su ingratitud, me prometió que me llamaría y aun espero esa llamada’’.

Ya son las nueve de la noche, hora en la que apagan el televisor y los abuelitos se van a dormir, el señor de la cocina le dice a Juan que ya le tiene que recoger el plato para que se vaya a descansar. Juan me agradece por escucharlo y acompañarlo. Se levanta de la mesa y sube las escaleras con la rapidez y agilidad que solo un hombre de 74 años que duerme en la calle cuando no alcanza a llegar temprano por una ficha lo puede hacer. Yo me despido de los funcionarios, los señores de la cocina y el celador. Tomo un taxi y pienso camino a casa en la soledad y el abandono que debe soportar un anciano tras no haber previsto lo inimaginable en su juventud.