Tres horas en el taller de los desnudos

Miércoles, 14 Septiembre 2016 11:17
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Así es una clase de pintura con una modelo que, desvestida, posa para ser retratada en el papel. Poniendo a prueba mi madurez, me enfrento a un encuentro con la intimidad y este es el resultado.

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Ahí está la mujer. Impávida, seria, plácida, orgullosa. Recostada en una sábana roja, con las piernas entrecruzadas, con los pequeños senos expuestos y con la luz que, desde la ventana,  toca su impecable piel blanca, totalmente descubierta. Al otro lado, ocho personas, sin ningún signo de extrañeza, detallan cada zona de su intimidad para dibujar su cuerpo. Todo es muy normal, nadie se sorprende, nadie siente pudor.

Ese día, caminando en  Chapinero, llego a las cuatro de la tarde a un viejo edificio recién pintado sobre la carrera Séptima en Bogotá. Como de costumbre, el bullicio de la ciudad me aturde, los carros pasan veloces y siento cómo el taladro de una construcción cercana me martilla el oído. El andén está un poco destruido y desnivelado. Desde ahí veo cómo se asoma por la ventana una joven, que agitando el brazo indica que ahí es la clase de desnudos artísticos.

Subo las estrechas escaleras de granito de la construcción que posiblemente hubiese sido un conjunto residencial en el pasado y el ruido se va yendo poco a poco. En el último piso está el taller de Camilo Calderón, un profesor de artes que desde  hace cinco años dicta cursos de dibujo para los interesados en aprender a pintar. En el taller trabajan diferentes modelos. Incluso, personas que han posado para Fernando Botero.

Al entrar en el amplio salón, lo primero que encuentro es un esqueleto humano, de los que abundan en las facultades de medicina, y un cuadro de colores oscuros que cubre el pasillo de entrada. Pensaría que es una llegada un poco macabra pero un paso más adelante me encuentro con un amplio salón rectangular que es la mezcla entre uno de esos cafés vintage que están de moda y un antiguo atelier de película.

El profesor recibe a quienes van llegado y da la bienvenida. Somos ocho jóvenes y una señora de pelo corto y gafas. Algunos son estudiantes de artes, otros simplemente llegan con ganas de aprender. Todos en tenis, con busos, camisetas, jeans o sudaderas. Nos vamos acomodando mientras Gipsy Kings nos acompaña al ritmo de “volare oh oh, cantare oh oh oh, nel blu dipinto di blu, felice di stare lassu”. Imagino que la gente de repente empieza a adquirir movimiento y termina bailando con más entusiasmo que Silvestre Dangond.

Disimulando la emoción, me siento en un sofá de cuero ubicado al fondo del salón  y observo la cantidad de cuadros arrumados en las paredes. Hay una hilera de sillas dispuestas frente al lugar donde se ubica la modelo y seis caballetes levemente untados de pintura. También hay una mesa de dibujo, unas materas, y una serie de oleos en los cuales están retratadas algunas de las personas que asisten a la clase. La pared que da a la calle está llena de ventanas y a través de ellas entra la luz de la tarde con suavidad, la misma luz que a su vez cubre la única pared de piedra en el taller.

No sé si es por el piso de madera, por los retratos o por la tranquilidad que se respira, pero esta atmósfera hogareña me inspira una comodidad absoluta.  Pienso que tal vez eso era lo que sentía Mia Thermopolis –de El diario de la princesa- cuando reventaba globos de pintura en la estación de bomberos que su madre había adecuado como casa.

En pocos minutos inicia la clase. Todos listos, con lápiz y papel en mano. De repente, una mujer que había estado escuchando mensajes de voz en el celular, se empieza a desnudar. En ese momento trato de no ser tan obvia e intento no mirar para evitar parecer un adolescente viendo porno. La mujer se acomoda tranquilamente sobre unos cubos de diferentes alturas cubiertos con una sábana roja. Detrás de ella, una tela café hace más marcado el contorno de su cuerpo. Un alumno pone el cronómetro de su reloj y desde ahí empiezan a contar los dos minutos de la primera pose. Me pongo las gafas para ver todo con detalle y comenzar a dibujar.

Entonces, miro con minucia cada parte del cuerpo, sin saber ni cómo trazar la primera línea. La mujer es delgada, blanca, de estatura promedio. La nariz es alargada, como el resto de su cara, el pelo es corto y café, pero se le notan las mechas californianas en las puntas. Sus senos son pequeños, al igual que sus pezones, un poco reducidos por el frío. Miro su abdomen sin barriga y continúo recorriéndola.

Tiene un tatuaje en la zona pélvica. No ha terminado de depilarse. Me pregunto cómo esta mujer se posa indefensa ante un grupo de estudiantes que examinan sin escrúpulos y con detenimiento cada parte de su intimidad.

- Cambio de pose – dice el alumno del  cronómetro.

Me pasé los dos minutos meditando cosas sin importancia y no pude dibujar nada. Aquí es cuando entiendo que nadie está alarmado. Aparentemente yo vivo en la Edad Media, pensando, como mi abuela, que qué pena que le vieran a uno “las vergüenzas”. Me dispongo a pintar. Mejor dejemos la bobada, digo para mis adentros.

La modelo hace un arco con los brazos y deja el resto del cuerpo extendido sobre los cubos. Ahí está ella. Impávida, seria, plácida, orgullosa. Recostada en una sábana roja, con las piernas entrecruzadas, con los pequeños senos expuestos y con la luz, que desde la ventana,  toca su impecable piel. No hay atisbo de celulitis. Se ve delicada y serena. Ahora con más calma, agarro mi lápiz e intento el primer trazo.

- Cambio de pose – repite el alumno.

¡Sí, alcancé a dibujar la cintura! – Lo que realmente significa que puede pintar dos líneas sin gracia alguna-. Todavía entusiasmada, miro alrededor y todos tienen, por lo bajito, una pintura como cualquier cuadro de galería.

- Cambio de pose – dice otra vez.

La mujer cambia de pose, se acomoda de medio lado, inclinada a unos 90 grados. Nos muestra la profundidad entre sus nalgas. Sin pensar mucho en la situación, intento dibujarla, como todos los demás. Su pose, lejos de ser vulgar, es bastante artística. Sin embargo, mi pensamiento sale de la Edad Media, sin escalas, a la época victoriana. No sé si me siento incómoda, impactada o en estado de trance. De nuevo me suena esa voz costeña de mi abuela diciendo “el infiedno ejta abiedto”.

No obstante, todo es muy normal, nadie se sorprende, nadie siente pudor, nadie gesticula. Todo el mundo está concentrado en lo suyo.

- Cambio de pose – vuelve a decir.

No voy a poder dibujar nada si cambian las poses cada tres segundos- pienso, como si en verdad estuviera haciendo mucho.

Llega una nueva pose. Esta vez la modelo se sienta en los cubos, con las piernas cerradas, y extiende un brazo sobre uno de ellos. De nuevo, parece tierna.

La veo con detalle pensando cómo retratarla. Empiezo por una pierna. Dibujo la línea curva de la pantorrilla, luego, una un poco más recta para plasmar el muslo y repito la forma de la cintura. Finalmente consigo algunos trazos, ya menos abstractos. Me voy acostumbrando un poco a su desnudez. Pienso cómo sería si fuera yo quien se atreviera a desnudarse. El impulso me dura medio segundo hasta que me arrepiento. Sin embargo, me voy adentrando en un pensamiento, al menos, más contemporáneo.

- Descanso de cinco minutos-.

Cuando ya le estaba cogiendo el tiro a la pintada, se interrumpe la sesión. Me quedo mirando a la modelo para acercarme a hablarle. Ella se levanta. Primero se pone un buso gris que le deja el ombligo al descubierto y camina un poco… siempre con el resto del cuerpo desnudo. Después de un momento vuelve a donde estaba posando, agarra la sábana y se la amarra a la cintura. Yo me abstengo de hablarle hasta que se cubre un poco. Pensé que podría darle pena, pero la única persona que siente vergüenza injustificada aquí soy yo.

- ¿Podemos hablar cuando se acabe la clase? - le pregunto.

- Claro, no hay lío - me responde.

La clase continúa. Esta pose dura aproximadamente una hora. Ella se sienta de espalda al público, alarga un brazo y con el otro se abraza la cabeza recogiendo su pelo. Sus ojos miran hacia la izquierda y gracias a la tela café en el fondo, su perfil se dibuja perfectamente. Únicamente se ven sus nalgas pues encoge las piernas con suavidad. El sol toca levemente su espalda, pero a lo largo de la pose, el día se va oscureciendo. Entonces, una lámpara metálica a su lado va reemplazando la luz natural.

Me distraigo un momento. Me doy cuenta de que a la entrada del taller había unas esculturas griegas hechas al vacío que no había notado. Hay una cabeza de Afrodita, un David y una escultura de la espalda de una mujer que se inclina hacia atrás. No estoy segura si la escultura es de la mujer o de sus “llantas”, pero está perfectamente bien esculpida.

La música se torna más suave y escucho a David Bowie de fondo. Voy siguiendo la canción.  “Sue, I got the job, we’ll buy the house”. La música me hace sentir un poco de nostalgia. Miro a la mujer y pienso en dibujar, pero pronto mi mente se va a otro lugar.

Vuelvo a la realidad y miro a la mujer de nuevo. Pienso en la escena del Titanic en la que Jack Dawnson dibuja a Rose. La modelo está seria, serena, no le importa que la miren y a los demás tampoco. El tiempo empieza a pasar un poco lento.

Ella se da unos golpecitos para volver a sentir las piernas, habla con el profesor y se viste.

La clase se acaba y la modelo me hace señas para que vaya. Ya se ha vestido, tiene unos Converse aguamarina, un jean remangado y el buso gris. Se llama Jenny.

- Llevo 14 años en este trabajo. Tengo 40 - me dice.

- ¿Qué? – le respondo.

No entiendo cómo una mujer que me dobla en edad tiene un cuerpo mucho más lozano que el mío. Me cuenta que no hace mucho ejercicio y que desde hace  tiempo vive sólo de esto. Trabaja como modelo para tres universidades. Dice que antes tenía más trabajo porque ahora hay más modelos en el mercado y ella ya no puede hacer muchas poses. Sin embargo, es increíble la manera en la que puede quedarse absolutamente quieta durante horas, solo se ha movido para estornudar dos veces en toda la sesión.

Jenny parece una mujer libre, que no se complica, que vive su cuerpo sin moralismos. Un modo de pensar nada parecido a mi visión inicial, de la cual el exprocurador Ordoñez estaría orgulloso.

El disco de David Bowie continúa sonando y me voy hundiendo en la letra de la canción “wave goodbye to the life without pain, say hello, you are a beautiful girl”.

Después de la conversación le pagó  a Camilo los $15.000 pesos de la sesión. Le agradezco, pero más que por la clase, por la terapia. Al fin y al cabo, me sacó por un momento de la Edad Media y me trajo al siglo XXI. Bajo las escaleras y vuelo a la séptima. El ruido, la noche, el denso olor a comida de calle, las luces, la gente que camina con afán… Definitivamente estoy en el 2016.