La Yoko Ono del Nadaísmo

Jueves, 02 Octubre 2014 10:28
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Angelita, la compañera sentimental del poeta Gonzalo Arango, ahora vende chicha y masato en Guatavita.

||| ||| Foto: Alejandro Sanabria|||
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Desde las calles de Guatavita se puede observar el embalse de Tominé. Las calles empedradas y las casas blancas dan un ambiente colonial a este municipio. De una ventanita verde de una de las casas, se asoma una mujer de poco más de 60 años, rubia, alta y de ojos verdes para vender masato, obleas y chicha. Con acento inglés, y con música de Johnny Cash de fondo, saluda los que se acercan a su ventanita: “sigan pa’ dentro”.Su nombre es Angie-Mary Hickie. Aunque ella misma se presenta como Angelita, pues así le dicen desde que llegó al país. Tal vez esa fue la forma más original de armar un diminutivo para su primer nombre.― ¿Hace cuánto tiempo llegó a Colombia?―Hace más de 40 años.― ¿Por qué decidió quedarse?― Por amor.

― ¿Amor? ¿A quién?

― A un paisa… Gonzalo… Gonzalo Arango se llamaba.

― ¿Qué hacía Gonzalo?

―Gonzalito era poeta.

Mientras se acomoda su gorro de lana azul dice: “yo fui la compañera sentimental del sentimental del  fundador del Nadaísmo,  Gonzalo Arango”. La inglesa que  vende chicha es un personaje trascendente para la historia de la literatura del país: la Yoko Ono del Nadaísmo.

Nómada desde siempre, a los 15 años decidió dejar su natal Inglaterra para viajar por el Reino Unido. “Yo viví una terrible infancia, nadie me quería, ni siquiera mis familiares”, comenta Angelita. Se detiene y no cuenta detalles de su niñez, solo sonríe. Dice que todos los detalles se encontrarán en el libro que está escribiendo: ‘La salida es adentro’, donde relata su salida de la isla británica hasta el último día que estuvo con Gonzalo.

Cansada de los malos tratos y del sistema social inglés, abandonó totalmente su hogar, no sin antes asegurarle a su madre que volvería en cuatro años, junto a la persona que la quisiera de verdad.  Con la única certeza de que lo que quería era alejarse de su lugar de origen, viajó por toda Europa, Medio Oriente, partes de Asía y África para luego cruzar el atlántico en un pequeño yate.

De esa forma llegó a Sudamérica. Ganaba dinero trabajando en restaurantes y bares.  Mirando uno de los cursos de inglés en DVD que vende en su “chucito”, recuerda que en la Guyana Francesa fue donde tocó por primera vez tierra sudamericana y donde dictó por su primera  una clase para enseñar su idioma.

En 1969 llegó a Colombia. Entrando por Ipiales, recorrió parte del Pacífico y centro del país, hasta llegar  a la isla de San Andrés. Su plan era pasar por todo el mar Caribe y desembarcar en San Francisco y así poder llegar a tiempo a Woodstock, el festival hippie. Pero como ella misma comenta, “iba para Woodstock y me quedé en el Carnaval del Coco en San Andrés”.

La razón para quedarse en la isla no podía ser otra: allí conoció a Gonzalo Arango. Gonzalo había viajado a este lugar para ser jurado en el carnaval. Según comenta, en San Andrés había personajes como el escritor Pablus Gallinazus, Noemí Sanín y Andrés Pastrana, que para ese entonces tenía 15 años. Sin embargo, fue gracias a Samuel y Fanny, los hippies de la isla,  que Angelita y Gonzalo se conocieron.

A Angelita se le sale una sonrisa de quinceañera enamorada mientras pronuncia estas palabras: “la primera vez que lo vi, sentí que nos conocíamos de toda la vida. Con él era una convivencia maravillosa; era único, muy maduro, libre”. Era entonces el momento de volver a Inglaterra, exactamente cuatro años después de su partida, para saludar a su madre y cumplirle la promesa que le había hecho.

Se acompañaban a todo lado, ella era la amante inseparable de Gonzalo. Según dicen, Arango cambió por completo cuando la conoció. Empezó a adentrarse en asuntos religiosos y así inició una búsqueda espiritual.

La obra del poeta se divide en dos: antes y después de Angelita. Después de conocerla, Gonzalo Arango se alejó del Nadaísmo y su obra cambió totalmente, incursionando más en lo espiritual que en la crítica social que antes había impulsado. Después, este movimiento perdió trascendencia a nivel nacional.  “El Nadaísmo había sido un error, un camino equivocado que conducía a los jóvenes por el desfiladero. Era un movimiento lleno de vanidades”, afirmó alguna vez Arango.

“Muchos me han llamado la Yoko Ono del Nadaísmo. Siempre fui la mala. Incluso hoy, casi 40 años después de la muerte de Gonzalo, hay gente que no ha podido superar el golpe, y no voy mencionar nombres”, dice Angelita mientras levanta el tono de voz y se acerca a la grabadora, luego ríe. Probablemente la diatriba va en contra de Jotamario Arbeláez y Eduardo Escobar, quienes la culpan a ella de  querer acabar con el movimiento vanguardista.

“Seguidores y supérstites del movimiento, entre ellos Jotamario Arbeláez y Eduardo Escobar, creen que el Nadaísmo, como actitud irreverente, sobrevive en los jóvenes inconformes. No se polemiza con Yoko Ono ni con María Kodama, a riesgo de legitimarlas —sostiene Arbeláez—. Si los nadaístas nos dedicáramos a contestarle a Angelita, esa sí sería la muestra palpable de nuestra decadencia como extremistas…” estas palabras aparecían en la revista Cambio en el 2006.

Se acercan dos jóvenes a la ventanita y preguntan:

― ¿A cómo lo helados?

― A dos mil los de crema― responde Angelita.

― Gracias―  dicen los jóvenes mientras se alejan.

― Más barato, regalado―  comenta Angelita mientras supervisa con la mirada a los jóvenes que se retiran.

En San Andrés aprendió a pintar y, gracias eso, ayudó a Gonzalo a ilustrar unas de sus obras: “Providencia”, “Fuego en el altar” y “Adangelios”, libros que ella tradujo al inglés.  Después de ser pareja, se dedicaron el uno al otro. Gonzalo siguió escribiendo, mientras Angelita incursionaba en el mundo de la música. Su canción más conocida fue “¿Aún me amarás mañana?”, éxito en el país en 1973.

"La música siempre fue su vocación, su comunicación natural. Y detrás de la música, su pintura. Soy el compañero y el complemento espiritual para su lucha, sus sueños, los dos unidos en el arte y en la vida", escribió el poeta ese mismo año.

La vida de Gonzalo Arango acabó el 25 de septiembre de 1979 en un accidente de tránsito, cuando se dirigía junto a Angelita hacia su casa en Villa de Leyva. “Estuve con él hasta el último momento”, menciona ella con un tono de voz más bajo, casi melancólico.

En búsqueda de la espiritualidad a la que se había dedicado Arango en sus últimos años de vida, ella decidió internarse en un convento en Usme. Allí duró algunos meses, hasta que se fue al convento de las Carmelitas. “Me impresionaba siempre su manera de vivir, contentas de vivir su fe en silencio, apartadas de todo confort, de toda distracción. Me enseñaron mucho, tanto que he intentado vivir así, en soledad y retiro constante que facilitan la reflexión interior”.

No obstante, su  inconformidad con las normas y su espíritu irreverente hicieron que no durara mucho en esta condición, y decidió iniciar nuevamente el camino errante, típico de los años de su juventud.  Viajó hacia Ecuador, quería alejarse de Colombia, pensado que la lejanía curaría las penas. Sostuvo su viaje vendiendo pinturas y tocando música en la calle.  Pero por esas casualidades de la vida, un accidente de tránsito que sufrieron ella y unos amigos, la hizo reflexionar y volver a Colombia, para, según dice, trascender la obra de Gonzalito.

El amor que le tiene a estas tierras nace de la identificación que siente con las personas que viven acá. “Los colombianos son más relajados, viven el día a día y así soy yo. Esta idiosincrasia no se encuentra igual en otros países de Suramerica”, asegura Angelita.

Solitaria, como siempre, siguió su camino en país. Sobreviviendo el día a día, y por los avatares de la vida, llegó caminando a Guatavita, hace ya diez años. Allí decidió abrir un puesto para vender tinto. Como no tenía dinero, cambió la construcción de la ventanita por un cd para aprender inglés y un disco que le había compuesto a esa tierra cundinamarqués. Gracias a una amiga que vive en Cajicá, aprendió a hacer masato y chicha y así empezó su negocio, el Café-Mirador Guatavista.

Comenzó con mil pesos y rogándole a Dios que su primer cliente tuviera “suelto”. Ahora vende más cosas. No le gusta tener mucho para no complicarse la vida. Sus cinco perros y unos cuantos visitantes son su única compañía. Como ella sostiene, es muy ermitaña, y por eso se alejó todos estos años del reconocimiento que había ganado tiempo atrás.

Sin embargo, nadie aguanta el encierro y por eso abrió la ventana, para no “chiflarse” con la soledad. Con música de The Beatles y Elvis Presley busca atraer clientes, a los cuales saluda diciendo frases como: “bien o qué” o, a las personas que le tiene más confianza, “¿qué más, mi chinito?”, todo con acento inglés.

No le gusta vivir de los recuerdos, pero en la mirada se ve la nostalgia que todavía causa Gonzalo.  Como ella lo reconoce, él era un profeta y lo mostraba en sus escritos. Por eso al mirarla cada vez que habla del poeta, se ve en sus ojos verdes que aún le guarda un inmenso amor.