La ironía de ser humano

Miércoles, 22 Mayo 2019 09:30
Escrito por

Un museo que expone a través de órganos y tejidos humanos los daños a los que es sometido el cuerpo por malos hábitos, esto es lo que usted podrá encontrar en el Museo del hombre.

Fachada Museo del hombre||| Fachada Museo del hombre||| Daniel Camilo Camargo|||
2976

Un centro urbano lleno de misterios, donde se esconden lugares excéntricos y particulares, conocido solo por unos pocos. Las fachadas de los edificios, los vehículos, los parques, incluso las caras de las personas en las esquinas de cada cuadra cuentan historias que sorprenderían a cualquiera. Eso es Bogotá. Multifacética, llena de intrigas, amores, odios, miedos, alegrías y tristezas. A veces, la realidad se disfraza de ironía en estas calles.

Esa inmensa metrópoli oculta un suburbio, bastante oscuro y movido en las noches; bastante tranquilo y pasivo en las mañanas. Ubicado en la localidad de Los Mártires está el Museo del ser humano, justo en la mitad de la primera zona de tolerancia de la ciudad, de acuerdo al decreto 188 de 2002 de la Alcaldía Mayor de Bogotá. Bares, alcohol, prostitución, venta y consumo de drogas por aquí y por allá rodean el enigmático museo que allí se encuentra y que, para los ojos de cualquiera, pasaría desapercibido. Su fachada, muy bien cuidada, pulida y limpia con paredes de color marfil y puertas ocre, desentona un poco físicamente con el aspecto del resto del barrio. Lo que pocos saben es que esa casa alberga una colección de más de 500 tejidos humanos recolectados desde los años 60 por el doctor Alfredo León Fernández.

Un día despejado y soleado me acompañaba. Quien mirara al cielo perdería la vista por unos segundos e inmediatamente de su boca saldría esa famosa frase para el que conoce el clima de esta ciudad: ‘hoy en la tarde va a caer un aguacero’. Ese era el escenario que antecede a una experiencia diferente. Mientras esperaba a que abrieran el Museo del ser humano, era inevitable no mirar hacia todos lados, pues no me sentía seguro. Era más que todo una herramienta de precaución. Conocía la fama del barrio y no estaba dispuesto a ‘dar papaya’.

A lo lejos lograba ver un hombre que caminaba a paso largo. Cabello canoso, mirada firme y una voz grave que al acercarse dijo: “Mucho gusto, William. Soy del museo”.

Las puertas de color ocre se abrirían y la expectativa aumentaría de solo pensar qué carajos hay allí. Una clásica casa bogotana de los años 60 en su interior, de piso de madera, a la entrada un corredor largo y completamente oscuro, para conservar en buen estado los tejidos de la exposición. Al fondo un pequeño teatro, lleno de sillas y con un televisor. El enigma de saber qué cosas me encontraría empezó allí. Un video de menos de diez minutos sobre cómo es la concepción del cigoto, posteriormente cómo este se forma en la placenta y, por último, cómo es la gestación del bebé. La base de la que parte la exposición es generar un ambiente de reflexión y simbólicamente crear conciencia en el espectador, por lo que esta era parte obligada del recorrido.

En las recomendaciones para visitar el lugar hacen especial énfasis en no tomar fotografías, debido a que los equipos podían sufrir cortocircuitos y estallar, además de ir bien abrigado, pues el frío en el museo es muy penetrante. El clima era como salir de la ducha después de bañarse en la madrugada; huesos congelados y la piel erizada. Inicié el recorrido con los pies y las manos entumecidas por el frío.

Ocho salas del tamaño de una habitación, con vitrinas de cristal grueso, banquillos para subirse y poder observar detalladamente cada una de las muestras exhibidas. Luces blancas pero un poco tenues, sin ventanas y con cuatro ductos de ventilación. Una travesía completa para claustrofóbicos.

Cráneos de seres humanos, perros bebés momificados, un pez llamado “crucifijo” por una connotación religiosa en su estructura antropomórfica, calaveras de animales; era un estudio de la evolución de la biología y la interacción entre la biología y cultura, era toda una introducción bioantropológica para conocer organismos similares al del ser humano. La exhibición estaba adornada por pequeños papeles blancos, cada uno explicaba los objetos allí encontrados. Algunos con mensajes reflexivos, otros con aclaraciones y correcciones de términos mal usados en la cotidianidad.

La primera sala era cronológica. Además de explicar las estructuras físicas de los animales, también se podía observar la evolución del ser humano desde que es fecundado y a lo largo de las semanas, el feto va aumentando su tamaño hasta su nacimiento. Cubos de acrílico para conservar los embriones, acompañados de lupas gigantes permitían observar todo con bastante detalle. Era inevitable pensar que nosotros fuimos así de débiles y diminutos.

En este momento apareció Melba Rocío León, hija del fundador y curador del museo. Era la cara amable del lugar, pues era imposible ver tantos cuerpos y no percibir que cada una de esas vitrinas además de educativas te hacían sentir un poco de escalofríos. Una mujer de aproximadamente 50 años, cabello marrón y con una sonrisa de oreja a oreja hacían más amena la visita.

El mensaje de la segunda sala transgredía por completo la realidad del barrio en el que se encontraba el Museo del ser humano. Un espacio dedicado a la reflexión para evitar el uso de drogas: heroína, marihuana, bazuco, coca, alcohol, entre otros. Bebés que no logran formarse completamente –los múgatenos-, debido al consumo de sustancias alucinógenas por parte de la madre durante el embarazo y que alteraron la genética del feto. Irónicamente, los valores que busca defender el museo en el barrio son resquebrajados, gracias a la falta de presencia de un Estado garante de los derechos mínimos que deben tener todas las personas.

En este punto todo lo que creía saber de anatomía se derrumbó. Vacilaba en mis pensamientos. Había ido con una idea antes de entrar al museo y me encontré con una muy diferente ya adentro. Era como un cuento mal contado. No es lo mismo ver esto en una clase de biología en el colegio donde todo es teórico, pues en este caso todo era muy gráfico. La cruda realidad se colaba entre la razón y la imaginación.

La tercera sala se caracterizaba por enseñar los riesgos congénitos y genéticos que sufren los bebés, por la falta de asistencia médica a las madres durante el embarazo. El dolor que yo sentía era imposible de ignorar. No era un dolor físico, era empatía que sentía por aquellos que están en este lugar y sufrieron. Malformaciones de los fetos, de los cuerpos de niñas que sin saberlo desde muy temprana edad resultan embarazadas. Un mensaje contundente para una sociedad que no guía a los más pequeños en educación sexual. Melba, a la hora de finalizar el recorrido por esta sala y con el carisma que irradiaba, decidió ser muy enfática: “Aquí es la parte donde todas las personas que en algún momento tuvieron un hijo y lo perdieron o decidieron abortar, reflexionan y en ocasiones no aguantan y se dejan llevar por el llanto”.

Tabúes, malas decisiones y excesos a través de cuerpos de adultos se encontraban en la cuarta sala. Las malformaciones de la anatomía humana producto de modas como los piercings, el uso de esteroides y medicamentos para mejorar el aspecto físico, esto ponía a pensar a cualquiera sobre los límites de su cuerpo. Asimismo, me generó un poco de repulsión y me puso a pensar sobre el deber que tienen todos de cuidar de su propia salud.

El uso del asbesto para la fabricación de tejas, el glifosato para la fumigación de cultivos como la coca, la nicotina de los cigarrillos, la radiación, entre otros, son tan solo algunos de los ejemplos de las consecuencias desastrosas que las empresas han sembrado en las personas. La quinta sala apuntaba a esas multinacionales que han causado miles de enfermedades y muertes alrededor del mundo.

El ejercicio de reflexión era más amplio, pues todos los seres humanos estamos expuestos a lo que en este lugar aparece. Estaba perdido física y mentalmente en la sexta sala. El olor de los químicos, como el formol, era muy fuerte y mareaba un poco. Observar las consecuencias que trae pensar en el placer y en el dinero por encima de la salud agobia a cualquiera, todo lo que sucedía en ese momento en mi cuerpo era como un coctel desagradable. A partir de aquí, por mi bienestar mental, decidí ir un poco más rápido. Los detalles los obvié un poco y la capacidad de analizar todo lo que allí veía lo dejé relegado a lo que meramente lograba percibir con mis sentidos de forma esporádica.

Malos hábitos alimenticios desde bebés hasta la vejez, mutaciones y anormalidades por enfermedades eran la despedida del museo. Las últimas dos salas fueron un paseo muy rápido, aun así no logré olvidar la cabeza de un hombre que enseñaba las características del cerebro a gran detalle. En ese momento mi curiosidad se mezcló con la capacidad de reflexionar y razonar sobre los daños que nos hacemos a nosotros mismos.

Hora y media fueron suficientes para salir de allí, mirar las calles del barrio y pensar; es bastante irónico que los excesos de las personas que recorren estos callejones se contraponen por completo al Museo del ser humano. Entendí que el mensaje del museo quedaba perfectamente guardado en la cabeza de quien lo visita.