Crónica de tres generaciones en las marchas del 1 de Mayo

Domingo, 02 Mayo 2021 02:15
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Me uní a la protesta en la zona de Héroes, junto a mi familia, no marchábamos juntos desde las históricas manifestaciones en apoyo al acuerdo de paz en 2016. Aunque faltaba una, tres generaciones se reunían otra vez para exigir lo mínimo del gobierno del turno. Empezando el trayecto en la 85, se respiraba esperanza y unión. A pesar de estar dispersos, para conservar el distanciamiento, las arengas retumbaban entre las estaciones de transmilenio y los apartamentos de la zona. Mi mamá, docente, nos recordaba las tantas marchas en su universidad pública, en las que algunos de sus compañeros terminaban golpeados, desaparecidos por un par de días o llevados en una tanqueta...

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Mi hermano no sabía qué escribir en su primer cartel. Los dejé un tiempo mientras decidían y me subí al puente de Los Héroes a tomar fotos. Qué extraña sensación la de una manifestación en pandemia, tantas personas obligadas a reunirse y a exponerse porque la amenaza que les representan las políticas de su gobierno es más grande que la de infectarse. Una tarde soleada y tranquila que apenas empezaba. Volví con mi familia. Su mensaje terminó siendo “Marcho porque mi gobierno no respeta el valor de la vida”. Qué bello sentir condensado tal deseo de cambio en una frase.

Como estudiante para mí no sólo se trata de la injusta reforma que atenta contra los sectores más golpeados por la pandemia, protesto porque siento una profunda indignación con el actual liderazgo de mi país. Marchábamos con esos colombianos con carteles de "si la pandemia no me mata, el hambre lo hará" y con esos otros de “somos la vacuna para este virus llamado estado”. Si bien tal reforma tributaria es el motivo del último atropello, es sólo la última de muchas acciones del Estado colombiano contra el pueblo.

Por nombrar solo algunos otros abusos, el ministro encargado de esta reforma no sabe cuánto cuesta un huevo; el gobierno está en negociaciones para comprar aviones de guerra; la terrible gestión de la pandemia con casi 74.000 muertes, casi 500 ayer y un número vergonzosamente bajo de vacunas; la falta de voluntad para implementar el acuerdo de paz; más de 1.000 defensores de los derechos humanos, indígenas y excombatientes han sido asesinados desde los tratados de paz; los abusos policiales han matado y herido a civiles en cada protesta; el ministro de defensa ha dicho recientemente que los niños reclutados por grupos armados merecen morir porque son máquinas de guerra.

Estas son solo algunas de tantas otras acciones o inacciones dañinas que han hecho marchar a la gente, a pesar de estar en uno de los peores momentos de la pandemia, exigiendo respeto y un trato digno por parte de los que están en el poder, que deben protegernos, no matarnos. Así sentía yo la protesta. Entre arengas contra la reforma, contra el gobierno y contra el Uribismo, pasaban rápidas las calles sobre nuestros piés mojados. Bogotá con su clima indeciso hacía de las suyas. “Llueva o truene el paro se mantiene” se escuchaba y la lluvia se asomaba a medias sin lograr dispersar la protesta. Los recursivos vendedores de sombrillas e impermeables salían de la nada y entre la caricia de la lluvia se seguìa escuchando “a parar para avanzar” y alguna voz desconocida contestaba “viva el paro nacional”. 

Tambores, bailes, disfraces, el arte de resistir sin violencia. Mi hermano cantaba con cada vez más confianza las arengas recién aprendidas, mi mamá señalaba que seguían siendo las mismas que hace casi 35 años, cuando era ella la que marchaba y se convocaba con panfletos en lugar de celulares, hacía falta mi papá y lo recordábamos emocionado reconociendo a los políticos que marchaban por la paz cinco años atrás.  

Estábamos cada vez más cerca de la zona final de concentración, la casa del presidente. En ese momento le dije a mi mamà “dudo que esté allá, debe estar ya en el bunker de la fiscalía”. Ella dijo “es màs un acto simbólico de protesta”. De varios balcones salía el metálico sonido de las ollas sumidas de tanta protesta y del hospital saludaban enfermeras y doctoras mientras la marcha entonaba un “gracias”. Despuès de caminar casi 60 cuadras ya nos acercábamos a la casa del presidente. La lluvia había amainado y a lo lejos ya se veía el tumulto de banderas de Colombia y pancartas vibrando al ritmo de vuvuzelas y pitos. Llegamos a la aglomeración, sin entender por qué se habían detenido los manifestantes y entonces sonó el primer “poom”, el seco sonido que detonaba el pánico en marchantes expertos y novatos. Mi hermano estaba asustado, quién no lo estaría. Saltaban hilos de humo y caían muy cerca nuestro, nos fuimos hacia un rincón como esperando a que explotaran. 

De atrás llegó el ardor, la sensación de dolor en ojos, nariz y boca. Acompañado de la rabia de ver otra marcha pacífica detenida con represión. Ya no había distanciamiento, decenas de personas corrían huyendo de los gases, los periodistas trataban de evitar el humo del ESMAD, las piedras de los pocos manifestantes violentos y entre desconocidos, la gran mayoría pacífica, se compartía la leche para enjuagarse la cara y que el ardor quemara menos. Mi mamá me decía que en su época lo mejor era tirarse al piso y cubrirse la boca con un pañuelo mojado. Mi hermano, en su primera protesta con gases, frotaba la leche en sus ojos hinchados. La protesta, al menos para nosotros, había llegado a su fin. 

De vuelta a casa y al privilegio de quienes no tienen que preocuparse tanto por que suba el precio de los huevos, aunque sin duda, saben cuánto cuestan, mi hermano subió una foto en sus redes que decía: “Fue una gran experiencia participar tan activamente de las protestas por primera vez. Pude ver lo mucho que impacta la manifestación pacífica y el largo camino que queda por recorrer”. Mi mamá antes de dormir me contó reflexionando sobre sus protestas de la juventud: “no mucho ha cambiado, hay menos relación o empatía de las autoridades con los grupos que protestan. En mi época nadie, ni por error, quería matar a un estudiante. En cambio ahora no es así, ahora da miedo”.